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La Revolución en marcha y El Catolicismo Reforma de López

estado laico y catolicismo integral en Colombia.
La reforma religiosa de López Pumarejo *
Ricardo Arias*

2. catolicismo integral
Las reformas de la “revolución en marcha” estaban ampliamente inspiradas en los postulados del liberalismo, una doctrina que, de acuerdo a la Santa Sede, resultaba sumamente peligrosa desde todo punto de vista debido a sus inocultables nexos con la Revolución francesa. Como lo afirma Emile Poulat, el catolicismo integral surgió precisamente como un mecanismo de defensa adoptado por Roma en el siglo XIX para contrarrestar los “errores modernos” difundidos por la Revolución francesa, en particular el racionalismo, la democracia, la secularización del Estado, de las ciencias y del pensamiento, y el individualismo [58] . Todos estos rasgos, constitutivos del liberalismo, representaban verdaderos “antivalores” que amenazaban un orden social sustentado en la fe, en la jerarquización de los diferentes estamentos, en la estrecha relación entre poder temporal y espiritual, en el carácter “sagrado” con el que se quería revestir a todas las manifestaciones del intelecto, y en el corporativismo. Por otra parte, el catolicismo romano también veía con la misma aprehensión las consecuencias que se derivaban del desarrollo industrial, tales como el surgimiento de nuevos actores sociales, las luchas de clase, la importancia creciente del socialismo y del comunismo, pues eran factores que amenazaban la supuesta armonía en la que reposaba la sociedad. En última instancia, la Iglesia católica se veía confrontada a la sociedad “moderna”, es decir a ese mundo nuevo producto de las revoluciones liberal e industrial que, por sus orígenes, valores y objetivos, constituía una ruptura con respecto al orden tradicional tanto en el plano religioso, moral y social, como en lo político y económico [59] .
Frente a los avances incuestionables de la “modernidad”, el catolicismo romano, además de las condenas que profiere contra el nuevo orden, organiza una verdadera campaña tendiente a exaltar el mundo tradicional, aquel que ha sabido preservar a través de los siglos, a pesar del tiempo, unos principios y unas metas acordes con los intereses del cristianismo. El catolicismo integral es, a su manera, una utopía: sueña con el restablecimiento de un orden que está en trance de desaparecer bajo la arremetida de la “modernidad”; considera que todavía es posible retornar a un pasado en el que lo religioso marca el ritmo de la sociedad en todos sus aspectos. En definitiva, es una posición que se niega, rotundamente, a aceptar las evoluciones, los procesos que se van dando con el correr del tiempo; y, con todas sus fuerzas, se aferra a un pasado, a un mundo inmune a “los cambios accidentales y secundarios del devenir histórico” [60] . El retorno a un orden eminentemente religioso, “sacralizado”, será la solución que, tarde o temprano, la sociedad tendrá que retomar para salir del mundo de corrupción que se inició con la Reforma y que agudizó la Revolución francesa: “la exaltación de la tradición y el rechazo del presente; el elogio del reposo frente a una sociedad en movimiento; la nostalgia de la sociedad rural en contraposición al industrialismo; el anticapitalismo, asociado al antiprotestantismo y al antisemitismo; el ideal de una sociedad ‘organizada’, formada por ‘cuerpos’ y ‘asociaciones’ […], tales son las características mayores” del catolicismo integral [61] .
La Iglesia católica colombiana se identificó, desde muy temprano, con esa visión integrista, no únicamente por el deseo de obedecer a Roma, sino también para hacer frente a los múltiples “peligros” que, según ella, se cernían sobre la naciente república. Sin lugar a dudas, el liberalismo, el comunismo y el protestantismo han sido tradicionalmente los grandes rivales del modelo integral. Largos capítulos de nuestra ya larga historia de violencia han tenido como protagonista a una Iglesia católica empeñada en defender tenazmente su visión global de sociedad cada vez que ésta parecía amenazada por tales doctrinas. Las razones por las cuales estas corrientes ideológicas han sido condenadas por la Iglesia nos permitirán, por una parte, tener una idea más precisa de lo que ha sido el catolicismo integral en la sociedad colombiana; por otra parte, podremos ver algunas de las implicaciones que se derivan de un discurso que, obstinado en darle al cambio histórico, a las transformaciones sociales, una connotación irremediablemente peyorativa, llevó a la Iglesia a cerrar, desde muy temprano, todas las puertas al diálogo con las otras formas de pensamiento que fueron surgiendo, precisamente, como resultado de las evoluciones históricas.
Para el catolicismo integral, la religión católica es el factor que, por encima de cualquier otro, permite unificar un cuerpo social heterogéneo y diverso en muchos niveles. En el caso colombiano, caracterizado desde muy temprano por profundos fraccionamientos de todo tipo, se han realizado diversos intentos por hacer del catolicismo el principio por excelencia de la cohesión social. Estos esfuerzos llevaron a que el término “catolicismo” se convirtiera -no únicamente en el discurso de la Iglesia católica-, en sinónimo de “colombianidad”: sólo el verdadero católico era un auténtico patriota. Muchas de las constituciones del siglo XIX reflejan esa correspondencia entre religión e identidad nacional, en particular la de 1886: “la Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como elemento esencial del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial y conservará su independencia” (art. 38). Más explícito aún, y muy diciente en cuanto a las nuevas relaciones que el liberalismo quería promover con la Iglesia, el texto plebiscitario de 1957, que debía ratificar los acuerdos del Frente Nacional, señalaba en su preámbulo que, tanto para el partido conservador como para el liberal, el catolicismo era un factor de unidad imprescindible: “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad y con el fin de afianzar la unidad nacional, una de cuyas bases es el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica, Romana, es de la Nación y que como tal los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social...”.
Si la religión es el fundamento básico de la sociedad, resulta claro que el integrismo ha triunfado plenamente, pues es precisamente ese postulado el que legitima la intervención del clero y su magisterio en todo lo que concierne a la sociedad. Es por ello que los jerarcas sienten, más que un derecho, la “obligación moral” de intervenir para señalar, denunciar y condenar todo aquello que, al ser una amenaza para el catolicismo, pone en peligro igualmente a la sociedad colombiana. Los elementos “perturbadores” se multiplicaron a medida que avanzaba el siglo XX y que el país se transformaba: si en un comienzo, el liberalismo acaparaba la mayor parte de las críticas lanzadas por el clero, el comunismo y el protestantismo entraron pronto a engrosar la lista de doctrinas peligrosas para la unidad religiosa. Refiriéndose a esas corrientes ideológicas, el episcopado expresaba su honda preocupación: “Nuestra cultura, nuestro espíritu están hondamente impregnados por las enseñanzas de la Iglesia Católica, y ciertamente sería presagio de un verdadero y aterrador cataclismo” prescindir de una institución que resulta tan esencial. “Por eso todos los que atentan contra la unidad religiosa, que está constituida entre nosotros por la adhesión de todos los colombianos a la Iglesia Católica, no sólo nos arrebatan el más preciado de los bienes, el que todo lo supera y por el cual debería sacrificarse sin vacilaciones la vida misma, sino que socavan los cimientos de nuestra paz, de nuestro progreso y de nuestro bienestar” (CEC, 1944, pp. 458-459).
El liberalismo fue el primer blanco contra el cual la jerarquía eclesiástica colombiana dirigió sus baterías. El programa del partido liberal, que tomó forma en 1850, contenía elementos inaceptables para el catolicismo integral. En particular, el proyecto de establecer un Estado y una sociedad laicos como base para el desarrollo general del país, tenía que ser rechazado por quienes consideraban que en una nación católica e “hispánica” como la colombiana, la religión, lejos de ser relegada a un segundo plano, debía ser reconocida como una pieza fundamental para el buen desarrollo de la sociedad, más aún, como la máxima expresión de la “identidad nacional”. Después de encarnizados enfrentamientos, que sellaron la derrota del liberalismo, la Iglesia y sus aliados conservadores hicieron de la religión católica la fuente de cohesión social por excelencia, como lo proclamaron la Constitución de 1886 y el nuevo concordato de 1887. El liberalismo, sin embargo, siguió siendo objeto de todo tipo de condenas, pues el clero nunca dejó de ver en él el origen de todo tipo de males: el libertinaje, aplicado a todas las actividades, propició el “individualismo egoísta y sin entrañas”; condujo al confinamiento de la religión al “fuero privado”; “abolió los gremios de artesanos y trabajadores, que habían crecido vigorosos alrededor del templo parroquial, y dejó a los obreros sin esperanzas en la otra vida y sin defensa en ésta” frente al capitalista. Como consecuencia de este proceso, “las muchedumbres, perdida la fe en un ideal ultraterreno, cifraron todas sus aspiraciones en los bienes materiales”, preparando el terreno al comunismo: “Rápidamente han ido atropellándose los acontecimientos, y hemos llegado a la más radical y peligrosa de todas las aberraciones: el comunismo”, que “amenaza destruir la sociedad, socavando las bases que la sustentan: Dios, Patria, Familia, Propiedad” (CEC, 1936, pp. 415-416).
El desarrollo de la industria, el crecimiento urbano, el surgimiento de nuevos actores sociales y el creciente descontento popular, pusieron a la orden del día la problemática social. Ante ese nuevo panorama, la Iglesia católica empezó a mostrar un mayor interés por los temas sociales, denunciando el hambre, la miseria, la pobreza y exigiendo a los sectores pudientes un mayor compromiso social. Sin lugar a dudas, esta mayor preocupación, que se acompañó de una acción más decidida y organizada, marcó una evolución importante en la posición de la Iglesia católica colombiana frente a la cuestión social. Sin embargo, hay que aclarar de inmediato que esto no significó, en ningún momento, un giro hacia posiciones más “progresistas”. Por el contrario, se trataba de una respuesta que seguía aferrada a una serie de valores y de ideales que no respondían a las necesidades del mundo moderno y que estaba más encaminada a condenar al comunismo que a proponer respuestas audaces a los problemas más acuciantes de la sociedad. Desde su visión integrista, y retomando el programa establecido por Roma desde finales del siglo XIX, la jerarquía eclesiástica colombiana concluyó que la doctrina social católica, “la única doctrina salvadora”(CEC, 1944, p. 167), era la solución para todos los problemas que afrontaba la sociedad. En 1936, el episcopado recomienda “a los señores sacerdotes y a los hombres de estudio, la lectura de las encíclicas Rerum Novarum [1891] y Quadragesimo Anno [1931], cuyas enseñanzas deben ponerse en práctica para el desarrollo de la acción social, que, inspirada en los principios del Evangelio, suministra la única solución efectiva de los urgentes y gravísimos problemas que debe afrontar y resolver la sociedad contemporánea”(CEC, 1936, p. 428).
Con dicha doctrina se buscaba legitimar la intervención de la Iglesia en terrenos que aparentemente escapaban a su competencia. En la medida en que la problemática social amenazaba el orden establecido, el clero no podía permanecer ajeno a esa situación, pues la religión era uno de los principales pilares de ese orden. De esta manera, se establecían unos vínculos muy sólidos entre la economía, la organización social y la religión católica, lo que legitimaba la participación de la Iglesia en todo lo relacionado con la “cuestión social”. Vamos a mencionar rápidamente tres aspectos de esta participación. En primer lugar, la campaña del clero recuerda que los gobiernos, las clases dirigentes, los patrones, los capitalistas deben adoptar una serie de medidas y actitudes tendientes a mejorar las condiciones de vida de los sectores más necesitados: “dar un justo salario a los obreros; no estorbar sus justos ahorros […]; darles libertad para cumplir sus deberes religiosos […]; no apartarlos del espíritu de familia y del amor al ahorro; no imponerles trabajos desproporcionados a sus fuerzas o inconvenientes a su edad o a su sexo”(CEC, 29 de junio de 1948, p. 484). Al mismo tiempo, insiste en la importancia de virtudes como la “justicia” y la “caridad”, que eliminan las causas de los conflictos y unen los ánimos y enlazan los corazones (CEC, 1936, p. 428). Por otra parte, la Iglesia promueve diversos movimientos e instituciones de carácter social: sindicatos, asociaciones de trabajadores, de jóvenes, de campesinos, todos ellos de carácter católico, cajas de ahorro, granjas agrícolas, etc. [62] . Pero en seguida, los jerarcas advierten, repitiendo las palabras de León XIII, que el obrero “preocupado únicamente del provecho egoísta de su trabajo”, se encuentra en una situación de pecado, pues olvida que él también tiene obligaciones: sus reivindicaciones, “exentas de toda violencia”, no pueden ser desmedidas; deben “ejecutar íntegra y fielmente todo el trabajo a que se han comprometido”; no pueden causarle ningún tipo de daño a sus patronos; deben hacer buen uso del salario [63]; y, sobre todo, “deben huir de los hombres perversos que, con discursos engañosos, les sugieren exageradas e ilusorias esperanzas”(CEC, 29 de junio de 1948, p. 484).
Si bien es cierto que este tipo de declaraciones pueden contener ciertas críticas a las “iniquidades” del capitalismo, críticas que se tornan más frecuentes a medida que aumentan las brechas sociales, es evidente, sin embargo, que su principal preocupación está en deslegitimar al comunismo demostrando que la Iglesia católica ha sido, desde siempre, la abanderada de los pobres [64] y advirtiendo sobre los peligros que se derivan de una doctrina tan “nefasta” como el comunismo. A partir de los años 1920, cuando la problemática social comenzó a adquirir dimensiones nacionales, el “socialismo” y el “comunismo” comenzaron a ser objeto de repetidas e implacables condenas por parte del clero colombiano, ampliamente inspiradas en las encíclicas “sociales” que desde finales del siglo XIX insistían en la incompatibilidad entre catolicismo y comunismo. Con el acercamiento entre el gobierno de López y el partido comunista, que dio lugar a la creación del “frente popular” (1936), los obispos redoblaron sus críticas contra los innumerables males que entrañaba el comunismo: “Dijimos y probamos que el comunismo es, en sus bases fundamentales, materialista y ateo; por sus fines, enemigo de Dios, de la patria, de la familia y de la propiedad; por sus métodos, factor de odios, agente de revueltas y máquina de opresión; en sus consecuencias, la muerte de todo ideal espiritualista, la anulación de la personalidad humana, la ruina del orden social y el implantamiento de una esclavitud sin precedentes. La deducción es muy clara: ningún católico puede dar su nombre al comunismo o favorecerlo en alguna forma”(CEC, 1936, p. 428). La guerra civil española y los inicios de la guerra fría contribuyeron a polarizar aún más la sociedad, acrecentando el rechazo a todo aquello que se identificaba, en la óptica del clero, con la “izquierda”. En ese contexto, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y las revueltas que se produjeron en el país, fueron inmediatamente atribuidas al comunismo: monseñor Perdomo, arzobispo de Bogotá, sindicaba a las “nefandas teorías y procedimientos del comunismo ateo y materialista”, destructor “no sólo de todo orden moral y religioso, sino además de todo ideal patriótico y de todo sentimiento humanitario” [65] ; el episcopado en su conjunto se pronunció en el mismo sentido en mayo y junio del 48, deteniéndose largamente en el carácter “intrínsecamente perverso” del comunismo que tiene amenazado el “bienestar de la religión y de la patria”(CEC, 1948, pp. 469-482) [66] .
Por otra parte, y es el segundo aspecto de la intervención del clero en materia social, a pesar de la importancia que le concede a la cuestión social, el alto clero colombiano advierte de manera enfática que las respuestas materiales no bastan para resolver adecuadamente los graves problemas socioeconómicos. Por el contrario, la miseria, la pobreza, el hambre, el desempleo esconden, según el integrismo, un problema mucho más grave y apremiante: una crisis moral. La cuestión social, por consiguiente, no puede ser competencia exclusiva de los economistas y de la clase política. El clero, guardián de la “sana moral”, es el encargado de guiar la sociedad hacia los valores esenciales y ese retorno a la moral cristiana es la condición para resolver todos los problemas que aquejan a la sociedad. De esta manera, las desigualdades sociales, la violencia, la corrupción, el descontento social, etc., son percibidas como producto del “menosprecio de los preceptos divinos” y de la falta de una adecuada formación religiosa (CEC, 1951, pp. 495-496).
En tercer lugar, la participación del clero en materia socioeconómica se hace indispensable para recordar que si bien es cierto que las desigualdades sociales resultan preocupantes a la luz de la justicia divina, es igualmente cierto que, de acuerdo a esa misma justicia, la existencia de ricos y pobres, de dominados y dominadores, hace parte de un orden “natural”. En otras palabras, de acuerdo a las disposiciones divinas, las diferencias sociales, lejos de constituir una afrenta que ameritaría la intervención del hombre para ser rectificada, obedece, por el contrario, a un plan sabiamente establecido por la voluntad de Dios y, por lo tanto, inmodificable: “Los pobres, por su parte, no deben dejarse influir por esas prevenciones de aversión y de odio contra los más afortunados; no considerar siempre como fruto de la injusticia el bienestar de que ellos gozan, ya que son múltiples las causas, muchas de ellas fundadas en la naturaleza misma, que determinan esas inevitables desigualdades. ‘Siempre tendréis pobres entre vosotros’, nos dijo Nuestro Señor Jesucristo. Y si esto en todo tiempo y en todo lugar será la verdad, lo será igualmente que los caminos contrarios a la caridad y a la justicia jamás conducirán a mejorar, de manera efectiva, lícita y estable la condición de nadie” (CEC, 29 de junio de 1948, pp. 483-484). Años después, seguíamos escuchando los mismos propósitos: en 1961, durante la celebración de la “Semana de estudios pedagógicos de la Confederación nacional de colegios católicos”, en la que se estableció una especie de plan estratégico de los colegios católicos para contrarrestar las tradicionales amenazas que se derivan del comunismo, se aconsejó que, frente al “odio de clases” que siembra el comunismo y a sus llamados a abolir la propiedad privada y a “la nivelación indiscriminada de las clases”, los educadores “expongan con razones y ejemplos que la diversidad de clases es algo establecido por la naturaleza y querido por Dios, haciendo a los hombres iguales en especie, pero diferenciándolos en ingenio, capacidades y atributos individuales, todo lo cual lleva necesariamente a las agrupaciones llamadas clases sociales” [67] .
Vemos entonces que el interés de la Iglesia en la “cuestión social” tiene un carácter perfectamente limitado y que su intención no es, en ningún momento, propugnar por cambios sustanciales en el ordenamiento social. Como mecanismo de defensa, el integrismo católico sigue profundamente aferrado a un mundo “sacralizado”, jerarquizado, organizado de acuerdo al derecho natural. Es por ello que, en última instancia, la solución de todos los problemas que aquejan a la sociedad depende menos de unas condiciones históricas concretas y de la acción del hombre, que de la sumisión a un “orden divino”. En 1927, tras un homenaje público que el Congreso de la República acababa de hacerle al Sagrado Corazón de Jesús con motivo del voto hecho por el Estado al finalizar la guerra de los Mil días, el episcopado recordaba los inmensos beneficios que en materia de paz le había significado al país esa adhesión: “No es pues, aventurado, sino muy puesto en razón y muy conforme con el espíritu cristiano y con la fe que todos debemos tener en la Providencia, el atribuir los 25 años de paz que hemos disfrutado a una especial protección que el Todopoderoso ha dispensado a nuestra nación. Dios se ha dignado recompensar los públicos y oficiales homenajes que se la han tributado otorgándonos cinco lustros de paz y encaminando nuestra patria por senderos de extraordinaria prosperidad temporal” (CEC, 1927, p. 376). La misma pastoral recalcaba que la única constitución del siglo XIX que se negó a invocar a Dios “como principio de toda autoridad y supremo legislador de todos los pueblos” había sido la de 1863, “pero los frutos de anarquía y de desorden que sembró [esa constitución] son prueba patente de que no impunemente se rebelan contra Dios los que gobiernan a los pueblos abusando de la autoridad” (CEC, 1927, p. 375). En el mismo sentido, cuando nuevamente Colombia se encontraba “despedazada por pasiones y odios”, a mediados del siglo XX, los obispos invitaron a los colombianos a rendirle una “conmovedora súplica y grandioso homenaje a Nuestra señora de Fátima para pedirle la paz” (CEC, 1949, p. 492).
Para la Iglesia católica, el protestantismo representa, como ya lo vimos, el otro gran enemigo de la “colombianidad”. Las “sectas”, en efecto, pretenden inexplicablemente desarrollar su campaña evangelizadora en el país, como si la población colombiana fuera todavía cualquier tribu pagana y no una comunidad que, desde varios siglos atrás, erigió al catolicismo en su religión oficial, haciendo de él uno de los pilares fundacionales de la sociedad colombiana: “las diversas sectas protestantes continúan la propaganda, frecuentemente ilegal […], de difusión y proselitismo, y causan por ello diversos conflictos”. Como consecuencia del despliegue de la propaganda protestante y de las difamaciones contra la Iglesia católica, a la que se acusa de persecución religiosa, “aumenta el peligro de que se extienda en el país el indiferentismo religioso y la degradación de las costumbres, y se quiebre la unidad religiosa y nacional”. En efecto, para el clero, la presencia de misioneros protestantes en regiones apartadas “imposibilita el arraigo e incremento del amor patrio”(CEC, pp. 293-294) [68] .
La influencia del catolicismo integral abarca otros múltiples aspectos que quizá sea útil mencionar para darnos una idea más precisa del carácter globalizante, totalizante de esta corriente. El matrimonio, las diversiones, el vestir, el rol de la mujer, la procreación, son actividades o manifestaciones que, antes que estar regidas por leyes civiles o determinadas por la simple voluntad de los individuos, están sometidas a una estricta regulación de tipo moral impartida unilateralmente por el clero. Hasta hace muy pocos años, las Conferencias Episcopales descalificaban sistemáticamente los matrimonios civiles y a los divorciados que apelaban a todo tipo de artimañas para validar un segundo matrimonio (CEC, 1944, pp. 258-260) [69] . Los hijos de este tipo de uniones “son adulterinos y no pueden reconocerse como legítimos en el fuero canónico ni en el civil” (CEC, 1944, p. 259). Por su parte, “Los católicos que contraen matrimonio civil deben ser tratados como pecadores públicos, puesto que son concubinatarios”, por lo que se hace indispensable que “Las familias cristianas, en guardia de su propia dignidad y en defensa de sus más caros intereses religiosos y morales, deben abstenerse, en lo posible, del trato y comunicación con los culpables de tan graves escándalos y excluirlos de sus reuniones sociales” (CEC, 1944, p. 260). Por supuesto, el matrimonio entre un católico y un comunista era algo verdaderamente “antinatural”, por lo que el episcopado exhorta a los sacerdotes a “disuadir a los fieles del matrimonio con quien notoriamente esté inscrito en sociedades condenadas por la Iglesia” (CEC, 1948, p. 169).
Sin duda, otro aspecto que empezó a preocupar hondamente a los jerarcas de la Iglesia fue el impacto que tuvieron las transformaciones sociales en las costumbres y en la moral de la población, en particular a nivel urbano. Monseñor Builes, representante aguerrido de esa “mentalidad estática” [70] que caracteriza al catolicismo integral que estamos esbozando, se lamentaba, a finales de la década de los años 1920, de que “las carreteras y ferrocarriles que cruzaban su diócesis [Santa Rosa de Osos], aunque representaban progreso material, hacían sufrir ‘un espantoso retroceso espiritual’: la mayoría de obreros que trabajaban en las carreteras eran víctimas del ambiente; se olvidaban de Dios y de los días santos, se dedicaban al baile, juego, licores, fornicación, adulterio, pensamientos lúbricos, etc.” [71] . Para evitar que el “renacimiento pagano” se siguiera infiltrando “en las costumbres, en las instituciones, en la literatura, en las artes y hasta en las relaciones sociales”, ocasionando de esta manera “la indiferencia religiosa o, lo que es lo mismo, el alejamiento de los verdaderos intereses espirituales y de las cosas de Dios” (CEC, 1933, pp. 401-402), el episcopado despliega una campaña moral, ampliamente difundida por todo el país desde el púlpito y a través de diferentes medios de comunicación contra la celebración de “fiestas profanas” y “pecaminosas” que coincidan con las “solemnidades religiosas”, pues “las embriagueces y desórdenes” que abundan en esas fiestas echan a perder el sentido de las festividades católicas (CEC, 1953, p. 196) [72] ; contra el “cine malo”, que al exaltar “los vicios y pecados contra cualquiera de los diez mandamientos”, es “causa de tantos desastres sociales” (CEC, 1948, p. 136); contra la “mala prensa, ya impía, ya inmoral” que, como “fuente envenenada”, atenta contra “la religión católica y las buenas costumbres”, propagando el “llamado volterianismo”, el comunismo, así como todo tipo de ideas subversivas y obscenas (CEC, 1948, pp. 285-288) [73] .
La Pastoral de 1927 ilustra muy claramente el estado de ánimo del clero ante el clima de “relajamiento” moral que se propagaba en ese entonces por toda la sociedad: “… no podemos ocultaros los temores que abrigan nuestros corazones de que nuestra sociedad vaya poco a poco retrocediendo al paganismo. Mirad si no cómo la cenagosa ola de la sensualidad va invadiendo hasta los hogares cristianos, en muchos de los cuales ya no se habla sino de fiestas mundanas, de diversiones frívolas y peligrosas, y no se piensa sino en el placer, la vanidad y el lujo. Mirad cómo la pagana costumbre, antes desconocida entre nosotros, de los carnavales, va invadiendo ciudades populosas y apartados pueblos, dando ocasión a escándalos sin número y a vergonzosos excesos que se convierten muchas veces en públicas orgías. Mirad cómo la mujer se va olvidando de su alto oficio de reina del hogar, y despojándose de la pudorosa dignidad con que la que rodeó la ley de Cristo se convierte, con la inmodestia de sus vestidos, de sus palabras y de sus modales, en aliciente de las más bajas pasiones [74] . Mirad cómo cunde por doquier, pero especialmente entre las altas clases de la sociedad, el ansia de riquezas, que lleva a los individuos a olvidarse de todo noble ideal y a prosternarse ante el becerro de oro. Mirad cómo, so capa de interés por la clase que llaman proletaria, hombres sin fe y enemigos del trabajo honrado se dan a la tarea de engañar a los obreros con falsas promesas para arrebatarles su fe y someterlos mejor a sus planes egoístas y bastardos” (CEC, 1927, p. 377).
Para frenar esta “decadencia moral”, el episcopado fomenta la creación de juntas, de “ligas de decencia”, de comités de censura que, con “criterio cristiano”, se encarguen de velar, con el apoyo del gobierno, por las buenas costumbres. Dentro de ese contexto en el que las costumbres tienden a “degradarse”, la mujer también es objeto de particular atención por parte del clero. Las transformaciones que se venían produciendo en el país desde comienzos del siglo XX tuvieron también consecuencias en el rol que tradicionalmente había desempeñado la mujer en la sociedad colombiana: hija promisoria, hermana modelo, esposa ideal, madre abnegada. Poco a poco, a medida que se desarrollaba la industria y crecían las ciudades, que se planteaba un nuevo modelo de educación y que se hacían sentir diversas influencias venidas del exterior, la mujer fue logrando, con el apoyo de sectores que respaldaban una ampliación de sus derechos, mayor cabida en espacios hasta entonces reservados a los hombres. La Iglesia católica colombiana, citando de nuevo declaraciones papales, no tardó en recordarle a la mujer y a quienes se empeñaban en que abandonara sus funciones “naturales”, que ella cumplía una misión fundamental en el ordenamiento social establecido por el cristianismo y que por lo tanto nada debía modificar ese orden de cosas: la pastoral de 1936, en clara alusión al gobierno de López, remite a la encíclica Rerum Novarum en la que León XIII advierte que “el legislador no puede olvidar que la naturaleza destina a la mujer, principalmente, para las atenciones del hogar, las cuales son, a su vez, una salvaguardia del decoro propio de su sexo y se ordenan, naturalmente, a la educación de la niñez y la juventud” (CEC, 1936, p. 427). Constantemente, el clero colombiano condena a la mujer trabajadora que, por ganar un salario, atenta contra su “dignidad” femenina y amenaza la estabilidad de la familia (CEC, 1936, p. 424).
Dentro de esta visión integral, la vida rural es presentada por la Iglesia como un mundo idílico, paradigmático, completamente opuesto al mundo moderno. Inmune al paso del tiempo, aferrado a la tradición, el mundo rural ha sabido preservar, intactos, los valores supremos del catolicismo. Todo aquello que constituye la perdición de las ciudades, es ignorado por el campesino, que vive todavía dentro de una pureza moral que hace de él un ser privilegiado. En 1930, cuando el país daba muestras de cambios significativos a raíz del desarrollo industrial y del crecimiento de las ciudades y cuando se sentían, con todo rigor, los efectos de la recesión mundial, el episcopado dirigió una carta a los agricultores colombianos exaltando los valores propios de la vida campesina. Después de enumerar las innumerables ventajas de la economía agrícola, los altos jerarcas se detienen en la principal bondad del mundo rural: “Donde está, sin embargo, la supremacía de la agricultura es en la santidad que de por sí entraña. Quizás no haya entre las ocupaciones terrenas ninguna que moralice más las costumbres, que libre a los hombres del pérfido mundo, que purifique tánto el alma, como la agricultura, la vida campesina. El aire incontaminado del campo, el silencio de la naturaleza, la independencia casi completa, la tranquilidad del hogar, la frugal alimentación, el alejamiento de los malos ejemplos de los centros paganizados, la ausencia de la ociosidad y diversos factores más, todo contribuye a poner muy alto la agricultura, la vida campesina”. Refiriéndose a los campesinos, dice la carta de los obispos: “Sois el ejército armado de hachas, azadones, barras e instrumentos de labor que la Divina Providencia se ha dignado organizar para salvarnos a los demás, que debemos ocuparnos en los otros servicios de la humana sociedad…” [75] . Por lo tanto, el episcopado pide al campesino que no imite el ejemplo de tantos “alucinados” y “desgraciados” que, atraídos por el afán de lucro, se fueron a las ciudades, en donde, además de ser presa fácil de la propaganda “socialista” y “bolchevique”, inevitablemente “se entregaron al juego, a la embriaguez, a la deshonestidad, al lujo en el vestir, a malas amistades, a la asistencia asidua a los espectáculos públicos y a mil desórdenes más”. El llamado final es una invitación a conservar “firmes la fe de vuestros abuelos y la paz bendita que el cielo os ha dado por herencia. Permaneced fieles a la Iglesia Católica y a sus ministros. Ese ha sido siempre vuestro distintivo, es decir, ser de los más cariñosos y constantes servidores de Cristo y de su esposa la Iglesia” [76] .
Todos estos factores que hemos visto nos permiten entender ahora con mayor claridad el postulado central del catolicismo integral: puesto que la religión es la base de la sociedad, el devenir histórico del país es interpretado en función del respeto al “orden divino”. Si la sociedad se acoge a los preceptos de ese orden y rechaza las “fuerzas del mal” (léase comunismo, inmoralidad, protestantismo, secularización, liberalismo, indiferencia religiosa, etcétera, etcétera), no debe temer por su salvación. Por eso, la solución, la única alternativa que tiene la sociedad está en la adopción de una vida “integralmente cristiana”, en la “recristianización de los individuos y de la sociedad, en la instrucción profundamente religiosa de la niñez y de la juventud; en la moralización cristiana del matrimonio y de la familia, de las costumbres privadas y de las instituciones públicas” (CEC, 1948, p. 481). La conclusión de la pastoral de 1953 viene acompañada de un subtítulo: “El cristianismo que debe existir para la restauración ha de ser un cristianismo integral”. Su contenido, a estas alturas, no requiere comentario alguno. “La ley moral establecida por Cristo es un todo indivisible”, por lo que resulta inaceptable que quienes dicen ser católicos no llevan una vida acorde con los principios del catolicismo. “Lo que el mundo necesita hoy, lo que Colombia necesita es ‘restaurar todas las cosas en Cristo’, según el lema del Beato Pío X; pero haciendo de la doctrina de Cristo una norma total, que abarque las actividades humanas en todos los campos y en todas las esferas; que comprenda la conducta de los individuos, de las familias y de la sociedad entera. Así, y sólo así, se logrará el anhelo del papa Pío XI: ‘La paz de Cristo en el reino de Cristo’” (CEC, 1953, pp. 510-511).
A mediados del siglo XX, la Iglesia católica colombiana seguía aferrándose a los postulados del catolicismo integral, pese a las presiones de ciertos sectores favorables a la laicidad y a los profundos cambios registrados en la sociedad. Nada parecía afectar su visión del mundo, lo que podría interpretarse como una señal indiscutible de la solidez del integrismo. Los acuerdos del Frente Nacional parecían reforzar esa imagen de una Iglesia triunfante. En efecto, el texto plebiscitario, aprobado abrumadoramente por los colombianos, significaba un retorno al confesionalismo: “Dios” volvía a aparecer como la “fuente suprema” de toda autoridad y la religión católica, “esencial elemento del orden social”, debía ser protegida por los poderes públicos. Además, el preámbulo proclamaba que una de las bases de la unidad nacional era “el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica, Romana, es de la Nación...”. La legitimidad de la Iglesia, al menos a nivel político, parecía ampliarse, pues su rival tradicional reconocía finalmente la utilidad social del clero y de la religión como garantes de la unidad nacional [77] .

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