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EN LA PAZ DEL SEÑOR DESCANCE QUIEN SE QUEDO EN BARRANQUILLA PARA SIEMPRE EN LAS ENTRAÑAS DE SU TIERRA. GRACIAS POR SUS CANCIONES ALUSIVAS A LA TIERRA BARRANQUILLERA. ¡GRACIAS JOE........!¡PAZ EN SU TUMBA.... !.

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Barranquilla Weather Forecast, Colombia

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QUMRÁN.arenosa Bienvenido.Barranquilla se convirtió en el refugio predilecto para judíos, alemanes, polacos e italianos, adicionalmente, por los conflictos en el Medio Oriente.En la ciudad también habitan muchos venidos de Arabia Saudita, Turquía y Líbano. La última masa migratoria ha sido desde China. Del sur del país, en la ciudad viven muchos santaderenos y antioqueños---- Hay cinco carnavales con la categoria de Patrimonio de la Humanidad en el mundo, los de Oruro (Bolivia), Barranquilla (Colombia), Binche (Bélgica), Drametse (Bután) Makishi (Zambia) y San Juan de pasto (Colombia)..¡.Brindo un previo homenaje a la ciudad que me vio nacer y crecer, por sus 198 años de historia desde el 7 de Abril de 1813. Dios Bendiga y continué prosperando a sus hijos(as) tanto naturales como adoptivos en todas las colonias. o domesticas o foráneas. Somos una amalgama étnica cultural, con una identidad común, ser barranquilleros. Somos una fuente de información con formato y estilo diferente
¡Bienvenido a Barranquilla la cuarta ciudad del país,con más de 30.000 hectáreas cuadradas en el casco urbano . su nombre original fue barrancas de san nicolas. Es una de las ciudades más jovenes y cosmopolítas de Colombia.Tiene uno de los sectores residenciales màs grande y elegante de Colombia llamado El Prado.El cementerio màs grande de la patria llamado Cementario Catòlico Calancala el cual separa a los barrios de San Felipe, Los Pinos,Lucero y Chiquinquira. * Cuna de la aviación civil en Colombia. * Primera ciudad en transporte marítimo y fluvial. * Recibe el primer teléfono en Colombia. * Crea el primer puerto en el país. * Crea la primera compañía de servicios públicos (Telefonía). * El muelle de Puerto Colombia fue el segundo más largo del mundo en su época. * Se crea el primer hotel turístico en Latinoamérica (Hotel del Prado).

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La Trifacética Barranquilla y el rio Magdalena


La Trifacética Barranquilla


Después de otra travesía en el mar llegamos a nuestro objetivo final: Puerto Colombia. La palabra "puerto" sonaba extraña al acercarnos al pueblito con una cien chozas de bambú unidas con arcilla y hojas de palma. Sería mejor llamarlo desembarcadero, pues en realidad eso era: Puerto Colombia es sólo el desembarcadero del puerto terrestre de Barranquilla que se encuentra situado a 40 kilómetros de aquí.

El primer día de la Pascua, fecha en que llegamos, el funcionario de la aduana nos informó que cada pasajero podía llevar sólo el equipaje de mano y que el resto sería revisado al día siguiente. Sin embargo pudimos convencerlo de darnos todo el equipaje. Nos ayudó el hecho de que con nosotros llegaron dos expediciones más, una belga y una inglesa, sobre las cuales las autoridades tenían conocimiento. El funcionario nos tomó por una de ellas y nos dejó pasar sin demora.

El dueño de la oficina de transporte, un alto mulato llamado Anaya, cuya compañía estaba compuesta sólo por él, venció a la competencia, ganando el derecho sobre nosotros y sobre nuestro equipaje. En cinco minutos nosotros y nuestras pertenencias nos encontramos en el vagón del tren, que dentro de media hora salía para Barranquilla.

Hasta el final del siglo Barranquilla era un pequeño pueblo, situado a orillas del río Magdalena, más exactamente en el brazo este del río. La navegación se efectuaba por el brazo oeste. En el 1893 una compañía inglesa construyó un muelle en el pueblito de Sabanilla y lo unió con una línea férrea a Barranquilla. Desde este momento Sabanilla empezó a llevar el alto nombre de Puerto Colombia, y Barranquilla se convirtió en una activa ciudad con todas las comodidades de la vida europea y con inconfundibles características de las ciudades provinciales latinoamericanas.

En este momento con el proyecto de la construcción del puerto marítimo cerca de Barranquilla, esta ciudad se prepara para hacerle competencia a Cartagena, la antigua reina de las Indias.

Nuestro hotel es de dos plantas con un típico patio interno. En el piso de abajo, de un lado se encuentra el restaurante, y del otro, una fila de habitaciones no muy cómodas. En el segundo piso sólo hay habitaciones divididas por delgados tabiques que no llegan hasta el techo. Esto es necesario para la ventilación sin la cual uno se podría asfixiar por el calor.

Una cama con toldo de muselina contra los mosquitos, un lavamanos, un armario y un escritorio -ésta era toda la dotación -. Todo muy pulcro. En el hotel no había tinas, las reemplazaban regaderas o duchas, que también servían como sanitario. Bastante sucias y desagradables por cierto.

Las habitaciones se alquilaban con la alimentación incluida. Muy temprano por la mañana, mientras uno aún duerme, un sirviente le lleva una pequeña taza de café caliente o aromático. Apenas entreabriendo los ojos, uno se sienta en la cama, toma la taza y saborea los primeros sorbos aún medio dormido. Bajo su influencia uno empieza a despertarse y a sentirse fresco y lleno de vigor. La ducha lo refresca aún más y comienza a despertar su apetito. El desayuno lo espera en el restaurante a las siete. Este se abre con pina, papaya jugosa o con un suave banano. Después siguen huevos preparados al gusto de uno y finalmente todo termina con café en leche, chocolate o té. Después de esto uno puede dedicarse a sus diligencias antes de que llegue el calor del mediodía.



Patriarcal y Pacífica


En realidad aquí comienza el calor con la salida del sol. El cielo que al principio está despejado se cubre de una bruma blanca. El resplandor del sol llega a enceguecer y quema la piel. A la sombra uno se baña en sudor con cada movimiento.

En Barranquilla es especialmente desagradable el polvo finísimo y claro, que cubre las calles con una gruesa capa. La ciudad en sí deja una impresión de tranquilidad y comodidad de una provincia patriarcal y pacífica. Es muy notoria la influencia de los yanquis: casi todos los productos provienen de los Estados Unidos; también la moda, incluyendo la de la goma de mascar.

El mercado es amplio, interesante y bien construido. En galerías al aire libre se encuentran frutas y verduras exóticas, así también como muchas flores. En la sección de frutos del mar hay una multitud de pescado ahumado y salado. Más adelante, a la orilla del canal en el suelo se encuentra una gran cantidad de bananos, ñame y yuca. En chozas de madera se ofrecen utensilios típicos como tazas, cantimploras y cucharas de totumo, diferentes yerbas medicinales, resinas aromáticas, abanicos de hojas de palma para atizar el carbón, etc. Aquí especialmente se siente el colorido local y la multitud que lo rodea a uno luce auténticamente colombiana: calzan alpargatas: zapatos hechos de tela con una suela en fibra vegetal. En la cabeza llevan un sombrero de ala, en los hombros la típica ruana -un pedazo de tela de forma cuadrada con una abertura en el medio-. Las caras son morenas, el cabello negro, la mayoría son mestizos o simplemente indígenas civilizados y hay muchos negros y mulatos.

Al segundo día de nuestra llegada tuvimos varios inconvenientes. El principal problema estaba relacionado con nuestra nacionalidad. En París pudimos recibir las visas de varios países de América del Sur sin ningún contratiempo. Sin embargo la visa colombiana se nos fue negada categóricamente. Apelando a la ayuda de contactos de científicos de Inglaterra y los Estados Unidos, dos de nosotros la obtuvimos en Nueva York y el resto en México. Pero estas visas fueron declaradas no auténticas al salir de La Habana. No obstante pudimos obtener nuevas visas, pero con dificultades. Pensábamos que habíamos llegado a tierra colombiana legalmente pero no fue así.

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El problema del matrimonio civil en Barranquilla en el Siglo XIX

La frecuencia del matrimonio civil en Barranquilla lo había convertido en uno de los principales problemas para el clero. Debido a esto, la Iglesia católica desplegó una gran presión sobre las parejas que habían empleado esta forma laica de legitimidad, hecho que obligó a muchos fieles a solicitar dispensas para contraer el "verdadero" matrimonio. De esta manera, muchas de las uniones cuestionadas por la Iglesia se "santificaron", demostrando con ello cierto poder la Iglesia católica en las conciencias de quienes habían formalizado su matrimonio con una ritualidad diferente. Así lo demuestra la siguiente solicitud hecha por el párroco de la iglesia de San Roque, Manuel Barbosa, al obispo de Santa Marta con el objeto de absolver a dos feligreses que, casados civilmente desde tiempo atrás, querían, por la culpa, contraer el matrimonio católico:

Practicada la información verbal para el matrimonio que deseaban contraer Sebastián Valencia, constituido in artículo mortis con Salvadora García, casados civilmente, hallé ser dichos contrayentes consanguíneos en segundo grado, línea colateral igual, por lo que les signifiqué serme imposible presenciar aquella unión mientras no obtuvieran la dispensa respectiva (...) comisionados por los susodichos cónyuges, solicito humilde y respetuosamente de V. S. S. la dispensa necesaria, presentando como poderosa causal la unión civil que existe entre ellos, que, por otra parte han ofrecido satisfacer el derecho que cause esta gracia.17

El texto revela una mayor preocupación por la unión civil que por la consanguinidad en los contrayentes, motivo utilizado como argumentación para la solicitud de la dispensa. La diócesis decidió, para corregir el extravío de algunos de sus fieles, otorgar las dispensas a quienes, asaltados por la culpa del pecado de la fornicación, acudían en la búsqueda del mecanismo que les otorgaba la salvación eterna en el mundo, que después de la muerte les proponía la doctrina católica. Así lo comprueba una nota epistolar del presbítero Manuel Barbosa al obispo de Santa Marta, en agradecimiento por algunos permisos solicitados a la respectiva curia en aras del bienestar espiritual de los fieles de esta ciudad:

Me cabe la satisfacción de corresponder a ellas manifestando a V. S. S. que fue positivo el placer que experimenté leyendo las autorizaciones que me otorga: 1) para celebrar dos veces el Santo Sacrificio de la Misa en los días festivos, y 2) para absolver de la censura y unir sacramentalmente a los fieles de mi parroquia que hubieren tenido la desgracia de realizar el escandaloso contrato que llaman matrimonio civil, bien así como para dispensarles la formalidad de proclamas, a fin de que por ningún motivo se detengan en la vía del bien que intenten emprender oyendo la voz del Pastor que sabrá excitarlos para que se aparten del tortuoso sendero de la eterna perdición. 18

Pese a que el número de matrimonios civiles fue alto en Barranquilla, esta nueva legitimidad, al parecer, no había adquirido el peso cultural necesario para imponerse como alternativa nupcial. Es decir, muchas personas acudieron a la ley civil para dar un toque de legitimidad a sus uniones que siendo de sectores medios y altos de la sociedad 19 , en algunas ocasiones, cuando uno de los dos cónyuges se encontraba en peligro de muerte, acudían a la Iglesia para santificar definitivamente esa unión y no morir en grave peligro de fornicación. Esto indica que el matrimonio civil no era asumido en conciencia por quienes lo contrajeron como verdadera legitimidad. Igualmente, muchas parejas que, conviviendo bajo contrato civil y que fracasaban después por cualquier circunstancia, acudían al culto católico para formalizar nuevas relaciones según el matrimonio tridentino.

Como lo deja entrever la Iglesia, la nueva unión no implicaba el delito y pecado de bigamia 20 . En la disputa entre Iglesia católica, sus detractores y los vicios sociales -que marcó indeleblemente al siglo XIX-, la Iglesia tenía la ventaja de la tradición y, en algunos casos, tuvo fuerza en la imposición de ciertas disposiciones legales. Esto explica algunos casos: las parejas estando casadas civilmente, acudían por peligro de muerte al sacerdote católico para recibir bendición y tranquilidad. Pero, teniendo en cuenta lo anterior ¿qué factores pueden explicar el hecho de que el matrimonio civil haya tenido una significativa recepción en Barranquilla? ¿Buscaban los radicales efectivamente transformar el concepto de familia? Creo que la respuesta a estos interrogantes está directamente relacionada con las condiciones políticas y jurídicas en la segunda mitad del siglo XIX de la joven República.

La búsqueda de una República estable por cada una de las fracciones políticas, fue el elemento preponderante en el escenario político de nuestro país durante la última mitad del siglo XIX, provocando, paradójicamente, una inestabilidad en el orden político y jurídico. La lucha de los liberales por imponer el matrimonio civil, la de los conservadores y el clero por la coercibilidad del matrimonio católico, constituye uno de los elementos de prueba de la inestabilidad; debido, posiblemente, a la variedad de leyes, que en materia de derecho constitucional y civil, experimentó el país en este período. Recordemos que, sólo en cincuenta años (1853-1900), Colombia tuvo cuatro constituciones políticas: una en 1853, otra en 1858, que creó la Confederación Granadina y dividió al país en provincias, la de 1863, llamada también Constitución de Río Negro, con la cual se fortaleció el proyecto federal y, por último, la de 1886, con la que se inició un nuevo régimen político en Colombia y se puso fin al federalismo.

En materia de derecho civil, nuestro país y las provincias que lo constituían en 1853 y los Estados Soberanos en 1863, adoptaron el Código Civil chileno. A partir de esta fecha, el único matrimonio de validez ante la ley fue el civil, lo cual le quitó al matrimonio eclesiástico el valor jurídico que tenía hasta el momento en la sociedad colombiana. En 1856, el rito eclesiástico adquiere nuevamente su valor legal, con lo cual se atenúan de alguna manera los conflictos que esta batalla jurídica había generado. Más adelante, en 1862, año en que se inició la segunda legislación liberal, se estableció nuevamente el matrimonio civil como único ante las leyes. Hecho que explica por qué en este lapso las cifras de ceremonias civiles en la ciudad, que mostramos en el cuadro 1, fueron notablemente altas. Así quedó reglamentado en el artículo 106 del Capítulo 5º del Código Civil del Estado Soberano de Bolívar:

La celebración del matrimonio se hará manifestando los dos esposos que se unen libremente, a presencia del juez y de dos testigos mayores de edad, previa lectura que les hará el juez o secretario, del capítulo séptimo de este título. Los esposos pueden requerir para este acto la presencia del sacerdote de la religión que profesen, y solemnizar su enlace, antes o después de la celebración legal, con las ceremonias de su culto. 21

Sin embargo, el concepto de familia en el proyecto liberal no varió sustancialmente respecto al arquetipo defendido por la Iglesia. El examen al Código Civil del Estado Soberano de Bolívar así lo sugiere. El artículo 61 define el estado doméstico como "la condición en que viven los individuos que de modo legal hacen parte de una misma familia, con deberes y derechos recíprocos"; más adelante, en el artículo 62, dice: "Se reconocen como tales los de marido y mujer, padre e hijo, tutor y pupilo". 22

Lo que se plantea aquí es la familia monógama y patriarcal, compuesta fundamentalmente por el padre, la madre y los hijos. Sin embargo, esta estructura encerraba ciertas contradicciones fundamentales respecto a los principios de igualdad y libertad, defendidos por estos grupos burgueses. La estructura familiar aquí propuesta era, como modelo de la Iglesia, de carácter jerárquico y vertical: "El marido se constituye en jefe de la familia, y como tal le corresponde la dirección de los negocios de ella, fijar el lugar del domicilio común, el oficio o profesión lícita a que se hayan de consagrar los cónyuges, el monto de los gastos domésticos, y todo lo demás que diga en relación al gobierno interior de la familia" 23 . Según este esquema, la madre y los hijos quedaban bajo el poder que la legislación transfería al padre, algo parecido al arquetipo de la sagrada familia.

Dentro de este modelo de familia, implícito en el Código, la mujer veía restringidos sus derechos. Debía obediencia a su marido, su espacio de movilidad se reducía al hogar doméstico, no podía contratar sin la licencia de su marido, los bienes que introducía al matrimonio eran administrados solamente por su esposo. Se prohibía igualmente a la casada presentarse en un juicio civil y con carácter de acusadora en los criminales, su papel consistía, como argumentaba la Iglesia católica, en ser buena esposa y buena madre 24.

Tuvieron que transcurrir 25 años aproximadamente para que se produjera un cambio de régimen y, de esta forma, un desmonte sistemático de la legislación civil relacionado con la familia que los liberales radicales habían introducido. A partir de 1887, cuando ya se había iniciado el régimen regenerador, por cierto muy inclinado a los preceptos católicos, comenzó este proceso. Se creó primero la ley 57, que dio nuevamente vida jurídica al matrimonio eclesiástico. La mencionada norma en su artículo 12 decía: "Se le da validez para todos los efectos civiles y políticos, a los matrimonios que se celebren conforme al rito católico", y en el artículo 19 decía que: "La disposición contenida en el artículo 12 tendrá efecto retroactivo, y que los matrimonios católicos celebrados en cualquier tiempo, surtirán todos los efectos civiles y políticos desde la promulgación de la presente ley" 25 .

Previendo las dificultades que cobijaban estas normas, se promulgó la ley 153. La nueva ley en su artículo 50 decía:

Los matrimonios celebrados en la República en cualquier tiempo conforme al rito católico, se reputan legítimos, y surten, desde que se administró el sacramento, los efectos civiles y políticos que la ley señala al matrimonio, en cuanto este beneficio no afecte derechos adquiridos por actos o contratos realizados por ambos cónyuges, o por uno de ellos, con terceros, con arreglo a las leyes civiles que rigieron en el respectivo Estado o territorio antes del 15 de abril de 1897 26 .

Esta Ley trató de evitar que las personas cometieran bigamia. Muchas personas que después de casarse por el rito católico y convivir durante mucho tiempo con la pareja, optaron, bajo cualquier circunstancia, por contraer nuevas nupcias en lo civil; por ende, se reglamentó la mencionada ley.

El artículo 35 de la Ley 30 de 1888 estableció definitivamente que el matrimonio católico anulaba ipso jure el matrimonio civil contraído antes por los cónyuges con otra persona. Esta disposición fue en su momento materia de debates jurídicos y políticos. Frente a esta reglamentación, un columnista de un periódico de la ciudad se refirió en estos términos:

Nosotros no tememos [...] las represalias porque los que defienden el derecho lo respetan siempre, y ya se ha visto como fue respetado el matrimonio eclesiástico; pero lo que sí no puede calcularse es el semillero de pleitos ya qué dará lugar andando el tiempo la existencia de dos familias que podrán disfrutarse con las armas del rencor, los intereses paternos 27 .

Precisamente, para evitar conflictos intrafamiliares, la mencionada Ley en su artículo 35 anotó: "para los efectos meramente civiles, la Ley reconoce la legitimidad de los hijos concebidos antes de que se anule un matrimonio civil en virtud de lo dispuesto en el artículo anterior". A partir del año de esta Ley, las cifras de matrimonios civiles cayeron drásticamente en Barranquilla, hecho que se puede palpar en las cifras correspondientes al periodo comprendido entre 1888 y 1894; hasta este último año tenemos información. Lo que explica que mientras imperaron normas liberales que favorecieron al matrimonio civil éste fue frecuente y, por el contrario, cuando se legisló desde otros presupuestos ideológicos, en este caso desde la tradición, el matrimonio civil disminuyó sensiblemente.
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El movimiento por un voto de conciencia contra el control de natalidad En 1970


4. El movimiento por "un voto en conciencia" y la campaña electoral de 1970

Al calor de la campaña electoral para suceder a Carlos Lleras Restrepo, Hernán Vergara, junto con una serie de correligionarios suyos, lideró el movimiento por "un voto en conciencia". Más adelante, en agosto de 1968, sus organizadores lanzaron el folleto de divulgación: Por un Voto en Conciencia en las próximas elecciones para presidente de la República. En el documento se señalaba que el próximo mandatario estaría abocado ineludiblemente a tomar partido frente a la cuestión demográfica y, como Lleras Restrepo se había alineado a favor de la política antinatalista, exigía de los candidatos un pronunciamiento en uno de los dos sentidos siguientes: o continuar esa política de Lleras Restrepo o cambiarla por otra que se ajustara a las exigencias de la encíclica Humanae Vitae.

Para Vergara, un católico no podía votar en conciencia por un candidato que no garantizara cambiar la política antinatalista del Frente Nacional, así ofreciera las mejores perspectivas en otros frentes de la vida nacional 22 . Bajo esta mira, examinó con detenimiento las dos candidaturas con mayor opción para 1970. La oficial de Misael Pastrana Borrero, la identificó con la Casa política de Ospina Pérez, que se había pronunciado a favor de la política antinatal. Anotaba, además, que Pastrana había podido consolidar su nombre gracias al respaldo del expresidente Alberto Lleras Camargo, al punto de convertirse en el candidato oficial del liberalismo: "La deuda de la candidatura Pastrana con quien acaba de ser nombrado Alto Comisionado de las Naciones Unidas para el control natal a escala planetaria, o cosa por el estilo es de tal magnitud, que solamente con testimonios de significación equivalente puede su candidatura limpiarse de amenazas para el católico que vote en conciencia" 23 .

Vergara invalidó la candidatura de Pastrana por el hecho de ser expresión de las gentes de las clases media y alta "asimiladas a la mentalidad anticonceptiva". En cambio, la candidatura del general Rojas Pinilla la calificó como "la más favorable a la exigencia católica". En ese sentido, el autor del folleto que reseñamos recurrió a apartes del discurso del general Rojas pronunciado el 11 de octubre de 1969:

...Y sea esta igualmente la oportunidad propicia para declarar que durante mi gobierno acataré el mandato constitucional sobre libertad de cultos y no me apartaré de las normas fijadas por el pontificado en lo que respecta a la planificación familiar, y control de la natalidad […]. Yo no creo ni siquiera en gracia de discusión, que el Estado para procurar el bienestar de los asociados tenga que apelar a la práctica anticonceptiva como se vienen realizando ahora por parte de ciertos organismos gubernamentales. Apelar a esta forma anticristiana para avanzar hacia el desarrollo es la más clara demostración de la ineficacia del gobierno para mejorar los intereses de la comunidad 24 .

En realidad, concejales y parlamentarios rojistas venían oponiéndose a la política antinatal del establecimiento. Los líderes del Movimiento dedicaron, durante la campaña de 1970, considerable espacio a la denuncia del problema. Vergara destacó los pronunciamientos del rojismo por estar constituido "por esa parte del pueblo colombiano cuyo crecimiento inspira terror a los grupos imperialistas y racistas, es decir, por el cinturón tropical, al que está dirigida la agresión genocida de la política anticonceptiva" 25 .

Las interpretaciones dadas por Vergara al problema del control natal y sus críticas a la manera como el gobierno afrontaba el problema, lo colocaron de frente a la política. Sus posturas de matices populares y su concepción de la democracia con acento social, consiguieron que sus planteamientos entraran al debate político e ideológico del momento. Vergara empezó a hablar de la necesidad de un "cambio de sistema". Argumentó que los métodos artificiales para el control de la natalidad que imponía el Frente Nacional eludían la responsabilidad del Estado para sacar a los pobres del analfabetismo y de la pobreza. Consideró que la respuesta de la Iglesia a ese reto era elevar el nivel de vida y educar a las clases pobres a un ritmo altamente superior al que traía el sistema político y administrativo que imperaba y llamaba al cambio del sistema 26 .

En este orden de ideas, invitaba a los pobres a que se preguntaran por la candidatura más receptiva a la influencia de la Iglesia y la que reunía el mayor compromiso de fidelidad al magisterio de Paulo VI. Vergara se pronunció a favor de una educación que contemplara a la base popular agente o gestor de su propia educación.

Cualquier sistema de gobierno ‘oligárquico’ da por sentado que corresponde a las clases más ricas y más ilustradas el papel de educar al pueblo. Sólo un gobierno seriamente popular tiene la posibilidad, aparentemente paradójica, de hacer pasar a la base de la apatía y la resistencia al cambio cultural que es propio de toda población marginada, a la toma de iniciativas y responsabilidades frente a su propia elevación moral. Es obvio que este cambio va aparejado con el cambio en otras líneas del desarrollo 27 .

Estudiadas las candidaturas, la del general Rojas Pinilla emergió en el análisis de Hernán Vergara como la opción de mayores características cristianas. Los promotores del movimiento "voto en conciencia" encontraron que esta candidatura era discriminada por parte de los otros candidatos. Para éstos y para los organizadores de sus campañas, el general Rojas no era tratado como el contrincante, sino como "una calamidad nacional. Calamidad a punto de convertirse en una amenaza social que llevaría a las gentes honestas y serias de las clases media y alta, divididas en tres candidaturas, a unirse en una sola cuando se percataran "de la magnitud real de su común adversario" 28 .

Para Vergara, el país no estaba dividido en cuatro candidaturas sino en dos comunidades políticas: una, que se identificaba a sí misma como "gente de bien", gente "honesta", semejantes y compatriotas entre sí y que miraba a la otra como una "banda de indignos", una "horda amenazante", cualquier cosa menos semejantes o compatriotas y otra, que se identificaba así misma como la Anapo y que juzgaba a la otra como la "oligarquía". El ambiente político que vivía el país, indujo a Vergara a afirmar que "Cuando Cristo vino al mundo, encontró a la población israelita dividida en dos grupos. Uno el de los virtuosos u honestos: los fariseos, saduceos, escribas, sacerdotes y ancianos los cuales, por encima de discrepancias accidentales, se reconocían como semejantes o prójimos al integrarse en el sanedrín. Otro, el de los publicanos o pecadores y el de los samaritanos o herejes" 29 . Anotaba Vergara, que una de las acciones fundamentales de Cristo había sido desorganizar esta estructura y compartir su trato y sus comidas indistintamente con fariseos y con publicanos. En resumen, Vergara veía al país dividido en "sociedad y marginados", lo que según él interpelaba directamente a la conciencia cristiana: "Cuando presentaban al señor gentes convictas de robo, de asesinato, de adulterio, de prostitución, les reprochaba ciertamente su pecado y les decía que no lo hicieran más. Pero frente al fariseísmo, era El quien tomaba la iniciativa de identificar y desenmascarar esa estructura mental, más abominable a sus ojos que aquellos delitos, y que es en realidad la fuente primera de todas las injusticias económicas, políticas y sociales" 30 .

Finalmente, para Hernán Vergara la discriminación que se hacía de la candidatura Rojas, reflejaba la mentalidad anticristiana reinante en el ambiente político colombiano. En esa dirección criticó, también, a los marxistas que descalificaban a los anapistas por no presentar la revolución en términos de conciencia y de lucha de clases. El folleto Por un voto en Conciencia, en circulación por el país, y al que ya hemos hecho alusión, terminaba con la siguiente advertencia:

El General Rojas Pinilla y sus colaboradores transmiten la idea de que su objetivo es realmente la integración de la comunidad colombiana en una nueva estructura, necesariamente distinta a la actual, en la que todo colombiano de buena fe encuentre su sitio bajo el sol 31 .

Como era de esperarse, el movimiento por "un voto en conciencia" adhirió a la candidatura del general Gustavo Rojas Pinilla. En la tarde del 4 de abril de 1970, quince días antes de las elecciones presidenciales, Hernán Vergara estuvo entre los oradores que intervinieron en una apoteósica manifestación con la cual el general Rojas cerraba campaña en la Plaza de Bolívar de Bogotá. En su discurso, Vergara aprovechó la oportunidad para reproducir verbalmente lo que hasta la saciedad había expresado por escrito. Explicó que apoyaba la candidatura del general Rojas por entenderla como un compromiso de desmontar "la gigantesca maquinaria anticonceptiva" del gobierno 32 y orientar la política de población según las encíclicas pontificias, en particular Mater et Magistra, de Juan XXIII, y Populorum Progressio y Humanae Vitae, de Pablo VI 33 .
‘buscad primero ser un cristiano que la psiquiatría vendrá por añadidura’". 1 leer todo

La Revolución en marcha y El Catolicismo Reforma de López

estado laico y catolicismo integral en Colombia.
La reforma religiosa de López Pumarejo *
Ricardo Arias*

2. catolicismo integral
Las reformas de la “revolución en marcha” estaban ampliamente inspiradas en los postulados del liberalismo, una doctrina que, de acuerdo a la Santa Sede, resultaba sumamente peligrosa desde todo punto de vista debido a sus inocultables nexos con la Revolución francesa. Como lo afirma Emile Poulat, el catolicismo integral surgió precisamente como un mecanismo de defensa adoptado por Roma en el siglo XIX para contrarrestar los “errores modernos” difundidos por la Revolución francesa, en particular el racionalismo, la democracia, la secularización del Estado, de las ciencias y del pensamiento, y el individualismo [58] . Todos estos rasgos, constitutivos del liberalismo, representaban verdaderos “antivalores” que amenazaban un orden social sustentado en la fe, en la jerarquización de los diferentes estamentos, en la estrecha relación entre poder temporal y espiritual, en el carácter “sagrado” con el que se quería revestir a todas las manifestaciones del intelecto, y en el corporativismo. Por otra parte, el catolicismo romano también veía con la misma aprehensión las consecuencias que se derivaban del desarrollo industrial, tales como el surgimiento de nuevos actores sociales, las luchas de clase, la importancia creciente del socialismo y del comunismo, pues eran factores que amenazaban la supuesta armonía en la que reposaba la sociedad. En última instancia, la Iglesia católica se veía confrontada a la sociedad “moderna”, es decir a ese mundo nuevo producto de las revoluciones liberal e industrial que, por sus orígenes, valores y objetivos, constituía una ruptura con respecto al orden tradicional tanto en el plano religioso, moral y social, como en lo político y económico [59] .
Frente a los avances incuestionables de la “modernidad”, el catolicismo romano, además de las condenas que profiere contra el nuevo orden, organiza una verdadera campaña tendiente a exaltar el mundo tradicional, aquel que ha sabido preservar a través de los siglos, a pesar del tiempo, unos principios y unas metas acordes con los intereses del cristianismo. El catolicismo integral es, a su manera, una utopía: sueña con el restablecimiento de un orden que está en trance de desaparecer bajo la arremetida de la “modernidad”; considera que todavía es posible retornar a un pasado en el que lo religioso marca el ritmo de la sociedad en todos sus aspectos. En definitiva, es una posición que se niega, rotundamente, a aceptar las evoluciones, los procesos que se van dando con el correr del tiempo; y, con todas sus fuerzas, se aferra a un pasado, a un mundo inmune a “los cambios accidentales y secundarios del devenir histórico” [60] . El retorno a un orden eminentemente religioso, “sacralizado”, será la solución que, tarde o temprano, la sociedad tendrá que retomar para salir del mundo de corrupción que se inició con la Reforma y que agudizó la Revolución francesa: “la exaltación de la tradición y el rechazo del presente; el elogio del reposo frente a una sociedad en movimiento; la nostalgia de la sociedad rural en contraposición al industrialismo; el anticapitalismo, asociado al antiprotestantismo y al antisemitismo; el ideal de una sociedad ‘organizada’, formada por ‘cuerpos’ y ‘asociaciones’ […], tales son las características mayores” del catolicismo integral [61] .
La Iglesia católica colombiana se identificó, desde muy temprano, con esa visión integrista, no únicamente por el deseo de obedecer a Roma, sino también para hacer frente a los múltiples “peligros” que, según ella, se cernían sobre la naciente república. Sin lugar a dudas, el liberalismo, el comunismo y el protestantismo han sido tradicionalmente los grandes rivales del modelo integral. Largos capítulos de nuestra ya larga historia de violencia han tenido como protagonista a una Iglesia católica empeñada en defender tenazmente su visión global de sociedad cada vez que ésta parecía amenazada por tales doctrinas. Las razones por las cuales estas corrientes ideológicas han sido condenadas por la Iglesia nos permitirán, por una parte, tener una idea más precisa de lo que ha sido el catolicismo integral en la sociedad colombiana; por otra parte, podremos ver algunas de las implicaciones que se derivan de un discurso que, obstinado en darle al cambio histórico, a las transformaciones sociales, una connotación irremediablemente peyorativa, llevó a la Iglesia a cerrar, desde muy temprano, todas las puertas al diálogo con las otras formas de pensamiento que fueron surgiendo, precisamente, como resultado de las evoluciones históricas.
Para el catolicismo integral, la religión católica es el factor que, por encima de cualquier otro, permite unificar un cuerpo social heterogéneo y diverso en muchos niveles. En el caso colombiano, caracterizado desde muy temprano por profundos fraccionamientos de todo tipo, se han realizado diversos intentos por hacer del catolicismo el principio por excelencia de la cohesión social. Estos esfuerzos llevaron a que el término “catolicismo” se convirtiera -no únicamente en el discurso de la Iglesia católica-, en sinónimo de “colombianidad”: sólo el verdadero católico era un auténtico patriota. Muchas de las constituciones del siglo XIX reflejan esa correspondencia entre religión e identidad nacional, en particular la de 1886: “la Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como elemento esencial del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial y conservará su independencia” (art. 38). Más explícito aún, y muy diciente en cuanto a las nuevas relaciones que el liberalismo quería promover con la Iglesia, el texto plebiscitario de 1957, que debía ratificar los acuerdos del Frente Nacional, señalaba en su preámbulo que, tanto para el partido conservador como para el liberal, el catolicismo era un factor de unidad imprescindible: “En nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad y con el fin de afianzar la unidad nacional, una de cuyas bases es el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica, Romana, es de la Nación y que como tal los poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social...”.
Si la religión es el fundamento básico de la sociedad, resulta claro que el integrismo ha triunfado plenamente, pues es precisamente ese postulado el que legitima la intervención del clero y su magisterio en todo lo que concierne a la sociedad. Es por ello que los jerarcas sienten, más que un derecho, la “obligación moral” de intervenir para señalar, denunciar y condenar todo aquello que, al ser una amenaza para el catolicismo, pone en peligro igualmente a la sociedad colombiana. Los elementos “perturbadores” se multiplicaron a medida que avanzaba el siglo XX y que el país se transformaba: si en un comienzo, el liberalismo acaparaba la mayor parte de las críticas lanzadas por el clero, el comunismo y el protestantismo entraron pronto a engrosar la lista de doctrinas peligrosas para la unidad religiosa. Refiriéndose a esas corrientes ideológicas, el episcopado expresaba su honda preocupación: “Nuestra cultura, nuestro espíritu están hondamente impregnados por las enseñanzas de la Iglesia Católica, y ciertamente sería presagio de un verdadero y aterrador cataclismo” prescindir de una institución que resulta tan esencial. “Por eso todos los que atentan contra la unidad religiosa, que está constituida entre nosotros por la adhesión de todos los colombianos a la Iglesia Católica, no sólo nos arrebatan el más preciado de los bienes, el que todo lo supera y por el cual debería sacrificarse sin vacilaciones la vida misma, sino que socavan los cimientos de nuestra paz, de nuestro progreso y de nuestro bienestar” (CEC, 1944, pp. 458-459).
El liberalismo fue el primer blanco contra el cual la jerarquía eclesiástica colombiana dirigió sus baterías. El programa del partido liberal, que tomó forma en 1850, contenía elementos inaceptables para el catolicismo integral. En particular, el proyecto de establecer un Estado y una sociedad laicos como base para el desarrollo general del país, tenía que ser rechazado por quienes consideraban que en una nación católica e “hispánica” como la colombiana, la religión, lejos de ser relegada a un segundo plano, debía ser reconocida como una pieza fundamental para el buen desarrollo de la sociedad, más aún, como la máxima expresión de la “identidad nacional”. Después de encarnizados enfrentamientos, que sellaron la derrota del liberalismo, la Iglesia y sus aliados conservadores hicieron de la religión católica la fuente de cohesión social por excelencia, como lo proclamaron la Constitución de 1886 y el nuevo concordato de 1887. El liberalismo, sin embargo, siguió siendo objeto de todo tipo de condenas, pues el clero nunca dejó de ver en él el origen de todo tipo de males: el libertinaje, aplicado a todas las actividades, propició el “individualismo egoísta y sin entrañas”; condujo al confinamiento de la religión al “fuero privado”; “abolió los gremios de artesanos y trabajadores, que habían crecido vigorosos alrededor del templo parroquial, y dejó a los obreros sin esperanzas en la otra vida y sin defensa en ésta” frente al capitalista. Como consecuencia de este proceso, “las muchedumbres, perdida la fe en un ideal ultraterreno, cifraron todas sus aspiraciones en los bienes materiales”, preparando el terreno al comunismo: “Rápidamente han ido atropellándose los acontecimientos, y hemos llegado a la más radical y peligrosa de todas las aberraciones: el comunismo”, que “amenaza destruir la sociedad, socavando las bases que la sustentan: Dios, Patria, Familia, Propiedad” (CEC, 1936, pp. 415-416).
El desarrollo de la industria, el crecimiento urbano, el surgimiento de nuevos actores sociales y el creciente descontento popular, pusieron a la orden del día la problemática social. Ante ese nuevo panorama, la Iglesia católica empezó a mostrar un mayor interés por los temas sociales, denunciando el hambre, la miseria, la pobreza y exigiendo a los sectores pudientes un mayor compromiso social. Sin lugar a dudas, esta mayor preocupación, que se acompañó de una acción más decidida y organizada, marcó una evolución importante en la posición de la Iglesia católica colombiana frente a la cuestión social. Sin embargo, hay que aclarar de inmediato que esto no significó, en ningún momento, un giro hacia posiciones más “progresistas”. Por el contrario, se trataba de una respuesta que seguía aferrada a una serie de valores y de ideales que no respondían a las necesidades del mundo moderno y que estaba más encaminada a condenar al comunismo que a proponer respuestas audaces a los problemas más acuciantes de la sociedad. Desde su visión integrista, y retomando el programa establecido por Roma desde finales del siglo XIX, la jerarquía eclesiástica colombiana concluyó que la doctrina social católica, “la única doctrina salvadora”(CEC, 1944, p. 167), era la solución para todos los problemas que afrontaba la sociedad. En 1936, el episcopado recomienda “a los señores sacerdotes y a los hombres de estudio, la lectura de las encíclicas Rerum Novarum [1891] y Quadragesimo Anno [1931], cuyas enseñanzas deben ponerse en práctica para el desarrollo de la acción social, que, inspirada en los principios del Evangelio, suministra la única solución efectiva de los urgentes y gravísimos problemas que debe afrontar y resolver la sociedad contemporánea”(CEC, 1936, p. 428).
Con dicha doctrina se buscaba legitimar la intervención de la Iglesia en terrenos que aparentemente escapaban a su competencia. En la medida en que la problemática social amenazaba el orden establecido, el clero no podía permanecer ajeno a esa situación, pues la religión era uno de los principales pilares de ese orden. De esta manera, se establecían unos vínculos muy sólidos entre la economía, la organización social y la religión católica, lo que legitimaba la participación de la Iglesia en todo lo relacionado con la “cuestión social”. Vamos a mencionar rápidamente tres aspectos de esta participación. En primer lugar, la campaña del clero recuerda que los gobiernos, las clases dirigentes, los patrones, los capitalistas deben adoptar una serie de medidas y actitudes tendientes a mejorar las condiciones de vida de los sectores más necesitados: “dar un justo salario a los obreros; no estorbar sus justos ahorros […]; darles libertad para cumplir sus deberes religiosos […]; no apartarlos del espíritu de familia y del amor al ahorro; no imponerles trabajos desproporcionados a sus fuerzas o inconvenientes a su edad o a su sexo”(CEC, 29 de junio de 1948, p. 484). Al mismo tiempo, insiste en la importancia de virtudes como la “justicia” y la “caridad”, que eliminan las causas de los conflictos y unen los ánimos y enlazan los corazones (CEC, 1936, p. 428). Por otra parte, la Iglesia promueve diversos movimientos e instituciones de carácter social: sindicatos, asociaciones de trabajadores, de jóvenes, de campesinos, todos ellos de carácter católico, cajas de ahorro, granjas agrícolas, etc. [62] . Pero en seguida, los jerarcas advierten, repitiendo las palabras de León XIII, que el obrero “preocupado únicamente del provecho egoísta de su trabajo”, se encuentra en una situación de pecado, pues olvida que él también tiene obligaciones: sus reivindicaciones, “exentas de toda violencia”, no pueden ser desmedidas; deben “ejecutar íntegra y fielmente todo el trabajo a que se han comprometido”; no pueden causarle ningún tipo de daño a sus patronos; deben hacer buen uso del salario [63]; y, sobre todo, “deben huir de los hombres perversos que, con discursos engañosos, les sugieren exageradas e ilusorias esperanzas”(CEC, 29 de junio de 1948, p. 484).
Si bien es cierto que este tipo de declaraciones pueden contener ciertas críticas a las “iniquidades” del capitalismo, críticas que se tornan más frecuentes a medida que aumentan las brechas sociales, es evidente, sin embargo, que su principal preocupación está en deslegitimar al comunismo demostrando que la Iglesia católica ha sido, desde siempre, la abanderada de los pobres [64] y advirtiendo sobre los peligros que se derivan de una doctrina tan “nefasta” como el comunismo. A partir de los años 1920, cuando la problemática social comenzó a adquirir dimensiones nacionales, el “socialismo” y el “comunismo” comenzaron a ser objeto de repetidas e implacables condenas por parte del clero colombiano, ampliamente inspiradas en las encíclicas “sociales” que desde finales del siglo XIX insistían en la incompatibilidad entre catolicismo y comunismo. Con el acercamiento entre el gobierno de López y el partido comunista, que dio lugar a la creación del “frente popular” (1936), los obispos redoblaron sus críticas contra los innumerables males que entrañaba el comunismo: “Dijimos y probamos que el comunismo es, en sus bases fundamentales, materialista y ateo; por sus fines, enemigo de Dios, de la patria, de la familia y de la propiedad; por sus métodos, factor de odios, agente de revueltas y máquina de opresión; en sus consecuencias, la muerte de todo ideal espiritualista, la anulación de la personalidad humana, la ruina del orden social y el implantamiento de una esclavitud sin precedentes. La deducción es muy clara: ningún católico puede dar su nombre al comunismo o favorecerlo en alguna forma”(CEC, 1936, p. 428). La guerra civil española y los inicios de la guerra fría contribuyeron a polarizar aún más la sociedad, acrecentando el rechazo a todo aquello que se identificaba, en la óptica del clero, con la “izquierda”. En ese contexto, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y las revueltas que se produjeron en el país, fueron inmediatamente atribuidas al comunismo: monseñor Perdomo, arzobispo de Bogotá, sindicaba a las “nefandas teorías y procedimientos del comunismo ateo y materialista”, destructor “no sólo de todo orden moral y religioso, sino además de todo ideal patriótico y de todo sentimiento humanitario” [65] ; el episcopado en su conjunto se pronunció en el mismo sentido en mayo y junio del 48, deteniéndose largamente en el carácter “intrínsecamente perverso” del comunismo que tiene amenazado el “bienestar de la religión y de la patria”(CEC, 1948, pp. 469-482) [66] .
Por otra parte, y es el segundo aspecto de la intervención del clero en materia social, a pesar de la importancia que le concede a la cuestión social, el alto clero colombiano advierte de manera enfática que las respuestas materiales no bastan para resolver adecuadamente los graves problemas socioeconómicos. Por el contrario, la miseria, la pobreza, el hambre, el desempleo esconden, según el integrismo, un problema mucho más grave y apremiante: una crisis moral. La cuestión social, por consiguiente, no puede ser competencia exclusiva de los economistas y de la clase política. El clero, guardián de la “sana moral”, es el encargado de guiar la sociedad hacia los valores esenciales y ese retorno a la moral cristiana es la condición para resolver todos los problemas que aquejan a la sociedad. De esta manera, las desigualdades sociales, la violencia, la corrupción, el descontento social, etc., son percibidas como producto del “menosprecio de los preceptos divinos” y de la falta de una adecuada formación religiosa (CEC, 1951, pp. 495-496).
En tercer lugar, la participación del clero en materia socioeconómica se hace indispensable para recordar que si bien es cierto que las desigualdades sociales resultan preocupantes a la luz de la justicia divina, es igualmente cierto que, de acuerdo a esa misma justicia, la existencia de ricos y pobres, de dominados y dominadores, hace parte de un orden “natural”. En otras palabras, de acuerdo a las disposiciones divinas, las diferencias sociales, lejos de constituir una afrenta que ameritaría la intervención del hombre para ser rectificada, obedece, por el contrario, a un plan sabiamente establecido por la voluntad de Dios y, por lo tanto, inmodificable: “Los pobres, por su parte, no deben dejarse influir por esas prevenciones de aversión y de odio contra los más afortunados; no considerar siempre como fruto de la injusticia el bienestar de que ellos gozan, ya que son múltiples las causas, muchas de ellas fundadas en la naturaleza misma, que determinan esas inevitables desigualdades. ‘Siempre tendréis pobres entre vosotros’, nos dijo Nuestro Señor Jesucristo. Y si esto en todo tiempo y en todo lugar será la verdad, lo será igualmente que los caminos contrarios a la caridad y a la justicia jamás conducirán a mejorar, de manera efectiva, lícita y estable la condición de nadie” (CEC, 29 de junio de 1948, pp. 483-484). Años después, seguíamos escuchando los mismos propósitos: en 1961, durante la celebración de la “Semana de estudios pedagógicos de la Confederación nacional de colegios católicos”, en la que se estableció una especie de plan estratégico de los colegios católicos para contrarrestar las tradicionales amenazas que se derivan del comunismo, se aconsejó que, frente al “odio de clases” que siembra el comunismo y a sus llamados a abolir la propiedad privada y a “la nivelación indiscriminada de las clases”, los educadores “expongan con razones y ejemplos que la diversidad de clases es algo establecido por la naturaleza y querido por Dios, haciendo a los hombres iguales en especie, pero diferenciándolos en ingenio, capacidades y atributos individuales, todo lo cual lleva necesariamente a las agrupaciones llamadas clases sociales” [67] .
Vemos entonces que el interés de la Iglesia en la “cuestión social” tiene un carácter perfectamente limitado y que su intención no es, en ningún momento, propugnar por cambios sustanciales en el ordenamiento social. Como mecanismo de defensa, el integrismo católico sigue profundamente aferrado a un mundo “sacralizado”, jerarquizado, organizado de acuerdo al derecho natural. Es por ello que, en última instancia, la solución de todos los problemas que aquejan a la sociedad depende menos de unas condiciones históricas concretas y de la acción del hombre, que de la sumisión a un “orden divino”. En 1927, tras un homenaje público que el Congreso de la República acababa de hacerle al Sagrado Corazón de Jesús con motivo del voto hecho por el Estado al finalizar la guerra de los Mil días, el episcopado recordaba los inmensos beneficios que en materia de paz le había significado al país esa adhesión: “No es pues, aventurado, sino muy puesto en razón y muy conforme con el espíritu cristiano y con la fe que todos debemos tener en la Providencia, el atribuir los 25 años de paz que hemos disfrutado a una especial protección que el Todopoderoso ha dispensado a nuestra nación. Dios se ha dignado recompensar los públicos y oficiales homenajes que se la han tributado otorgándonos cinco lustros de paz y encaminando nuestra patria por senderos de extraordinaria prosperidad temporal” (CEC, 1927, p. 376). La misma pastoral recalcaba que la única constitución del siglo XIX que se negó a invocar a Dios “como principio de toda autoridad y supremo legislador de todos los pueblos” había sido la de 1863, “pero los frutos de anarquía y de desorden que sembró [esa constitución] son prueba patente de que no impunemente se rebelan contra Dios los que gobiernan a los pueblos abusando de la autoridad” (CEC, 1927, p. 375). En el mismo sentido, cuando nuevamente Colombia se encontraba “despedazada por pasiones y odios”, a mediados del siglo XX, los obispos invitaron a los colombianos a rendirle una “conmovedora súplica y grandioso homenaje a Nuestra señora de Fátima para pedirle la paz” (CEC, 1949, p. 492).
Para la Iglesia católica, el protestantismo representa, como ya lo vimos, el otro gran enemigo de la “colombianidad”. Las “sectas”, en efecto, pretenden inexplicablemente desarrollar su campaña evangelizadora en el país, como si la población colombiana fuera todavía cualquier tribu pagana y no una comunidad que, desde varios siglos atrás, erigió al catolicismo en su religión oficial, haciendo de él uno de los pilares fundacionales de la sociedad colombiana: “las diversas sectas protestantes continúan la propaganda, frecuentemente ilegal […], de difusión y proselitismo, y causan por ello diversos conflictos”. Como consecuencia del despliegue de la propaganda protestante y de las difamaciones contra la Iglesia católica, a la que se acusa de persecución religiosa, “aumenta el peligro de que se extienda en el país el indiferentismo religioso y la degradación de las costumbres, y se quiebre la unidad religiosa y nacional”. En efecto, para el clero, la presencia de misioneros protestantes en regiones apartadas “imposibilita el arraigo e incremento del amor patrio”(CEC, pp. 293-294) [68] .
La influencia del catolicismo integral abarca otros múltiples aspectos que quizá sea útil mencionar para darnos una idea más precisa del carácter globalizante, totalizante de esta corriente. El matrimonio, las diversiones, el vestir, el rol de la mujer, la procreación, son actividades o manifestaciones que, antes que estar regidas por leyes civiles o determinadas por la simple voluntad de los individuos, están sometidas a una estricta regulación de tipo moral impartida unilateralmente por el clero. Hasta hace muy pocos años, las Conferencias Episcopales descalificaban sistemáticamente los matrimonios civiles y a los divorciados que apelaban a todo tipo de artimañas para validar un segundo matrimonio (CEC, 1944, pp. 258-260) [69] . Los hijos de este tipo de uniones “son adulterinos y no pueden reconocerse como legítimos en el fuero canónico ni en el civil” (CEC, 1944, p. 259). Por su parte, “Los católicos que contraen matrimonio civil deben ser tratados como pecadores públicos, puesto que son concubinatarios”, por lo que se hace indispensable que “Las familias cristianas, en guardia de su propia dignidad y en defensa de sus más caros intereses religiosos y morales, deben abstenerse, en lo posible, del trato y comunicación con los culpables de tan graves escándalos y excluirlos de sus reuniones sociales” (CEC, 1944, p. 260). Por supuesto, el matrimonio entre un católico y un comunista era algo verdaderamente “antinatural”, por lo que el episcopado exhorta a los sacerdotes a “disuadir a los fieles del matrimonio con quien notoriamente esté inscrito en sociedades condenadas por la Iglesia” (CEC, 1948, p. 169).
Sin duda, otro aspecto que empezó a preocupar hondamente a los jerarcas de la Iglesia fue el impacto que tuvieron las transformaciones sociales en las costumbres y en la moral de la población, en particular a nivel urbano. Monseñor Builes, representante aguerrido de esa “mentalidad estática” [70] que caracteriza al catolicismo integral que estamos esbozando, se lamentaba, a finales de la década de los años 1920, de que “las carreteras y ferrocarriles que cruzaban su diócesis [Santa Rosa de Osos], aunque representaban progreso material, hacían sufrir ‘un espantoso retroceso espiritual’: la mayoría de obreros que trabajaban en las carreteras eran víctimas del ambiente; se olvidaban de Dios y de los días santos, se dedicaban al baile, juego, licores, fornicación, adulterio, pensamientos lúbricos, etc.” [71] . Para evitar que el “renacimiento pagano” se siguiera infiltrando “en las costumbres, en las instituciones, en la literatura, en las artes y hasta en las relaciones sociales”, ocasionando de esta manera “la indiferencia religiosa o, lo que es lo mismo, el alejamiento de los verdaderos intereses espirituales y de las cosas de Dios” (CEC, 1933, pp. 401-402), el episcopado despliega una campaña moral, ampliamente difundida por todo el país desde el púlpito y a través de diferentes medios de comunicación contra la celebración de “fiestas profanas” y “pecaminosas” que coincidan con las “solemnidades religiosas”, pues “las embriagueces y desórdenes” que abundan en esas fiestas echan a perder el sentido de las festividades católicas (CEC, 1953, p. 196) [72] ; contra el “cine malo”, que al exaltar “los vicios y pecados contra cualquiera de los diez mandamientos”, es “causa de tantos desastres sociales” (CEC, 1948, p. 136); contra la “mala prensa, ya impía, ya inmoral” que, como “fuente envenenada”, atenta contra “la religión católica y las buenas costumbres”, propagando el “llamado volterianismo”, el comunismo, así como todo tipo de ideas subversivas y obscenas (CEC, 1948, pp. 285-288) [73] .
La Pastoral de 1927 ilustra muy claramente el estado de ánimo del clero ante el clima de “relajamiento” moral que se propagaba en ese entonces por toda la sociedad: “… no podemos ocultaros los temores que abrigan nuestros corazones de que nuestra sociedad vaya poco a poco retrocediendo al paganismo. Mirad si no cómo la cenagosa ola de la sensualidad va invadiendo hasta los hogares cristianos, en muchos de los cuales ya no se habla sino de fiestas mundanas, de diversiones frívolas y peligrosas, y no se piensa sino en el placer, la vanidad y el lujo. Mirad cómo la pagana costumbre, antes desconocida entre nosotros, de los carnavales, va invadiendo ciudades populosas y apartados pueblos, dando ocasión a escándalos sin número y a vergonzosos excesos que se convierten muchas veces en públicas orgías. Mirad cómo la mujer se va olvidando de su alto oficio de reina del hogar, y despojándose de la pudorosa dignidad con que la que rodeó la ley de Cristo se convierte, con la inmodestia de sus vestidos, de sus palabras y de sus modales, en aliciente de las más bajas pasiones [74] . Mirad cómo cunde por doquier, pero especialmente entre las altas clases de la sociedad, el ansia de riquezas, que lleva a los individuos a olvidarse de todo noble ideal y a prosternarse ante el becerro de oro. Mirad cómo, so capa de interés por la clase que llaman proletaria, hombres sin fe y enemigos del trabajo honrado se dan a la tarea de engañar a los obreros con falsas promesas para arrebatarles su fe y someterlos mejor a sus planes egoístas y bastardos” (CEC, 1927, p. 377).
Para frenar esta “decadencia moral”, el episcopado fomenta la creación de juntas, de “ligas de decencia”, de comités de censura que, con “criterio cristiano”, se encarguen de velar, con el apoyo del gobierno, por las buenas costumbres. Dentro de ese contexto en el que las costumbres tienden a “degradarse”, la mujer también es objeto de particular atención por parte del clero. Las transformaciones que se venían produciendo en el país desde comienzos del siglo XX tuvieron también consecuencias en el rol que tradicionalmente había desempeñado la mujer en la sociedad colombiana: hija promisoria, hermana modelo, esposa ideal, madre abnegada. Poco a poco, a medida que se desarrollaba la industria y crecían las ciudades, que se planteaba un nuevo modelo de educación y que se hacían sentir diversas influencias venidas del exterior, la mujer fue logrando, con el apoyo de sectores que respaldaban una ampliación de sus derechos, mayor cabida en espacios hasta entonces reservados a los hombres. La Iglesia católica colombiana, citando de nuevo declaraciones papales, no tardó en recordarle a la mujer y a quienes se empeñaban en que abandonara sus funciones “naturales”, que ella cumplía una misión fundamental en el ordenamiento social establecido por el cristianismo y que por lo tanto nada debía modificar ese orden de cosas: la pastoral de 1936, en clara alusión al gobierno de López, remite a la encíclica Rerum Novarum en la que León XIII advierte que “el legislador no puede olvidar que la naturaleza destina a la mujer, principalmente, para las atenciones del hogar, las cuales son, a su vez, una salvaguardia del decoro propio de su sexo y se ordenan, naturalmente, a la educación de la niñez y la juventud” (CEC, 1936, p. 427). Constantemente, el clero colombiano condena a la mujer trabajadora que, por ganar un salario, atenta contra su “dignidad” femenina y amenaza la estabilidad de la familia (CEC, 1936, p. 424).
Dentro de esta visión integral, la vida rural es presentada por la Iglesia como un mundo idílico, paradigmático, completamente opuesto al mundo moderno. Inmune al paso del tiempo, aferrado a la tradición, el mundo rural ha sabido preservar, intactos, los valores supremos del catolicismo. Todo aquello que constituye la perdición de las ciudades, es ignorado por el campesino, que vive todavía dentro de una pureza moral que hace de él un ser privilegiado. En 1930, cuando el país daba muestras de cambios significativos a raíz del desarrollo industrial y del crecimiento de las ciudades y cuando se sentían, con todo rigor, los efectos de la recesión mundial, el episcopado dirigió una carta a los agricultores colombianos exaltando los valores propios de la vida campesina. Después de enumerar las innumerables ventajas de la economía agrícola, los altos jerarcas se detienen en la principal bondad del mundo rural: “Donde está, sin embargo, la supremacía de la agricultura es en la santidad que de por sí entraña. Quizás no haya entre las ocupaciones terrenas ninguna que moralice más las costumbres, que libre a los hombres del pérfido mundo, que purifique tánto el alma, como la agricultura, la vida campesina. El aire incontaminado del campo, el silencio de la naturaleza, la independencia casi completa, la tranquilidad del hogar, la frugal alimentación, el alejamiento de los malos ejemplos de los centros paganizados, la ausencia de la ociosidad y diversos factores más, todo contribuye a poner muy alto la agricultura, la vida campesina”. Refiriéndose a los campesinos, dice la carta de los obispos: “Sois el ejército armado de hachas, azadones, barras e instrumentos de labor que la Divina Providencia se ha dignado organizar para salvarnos a los demás, que debemos ocuparnos en los otros servicios de la humana sociedad…” [75] . Por lo tanto, el episcopado pide al campesino que no imite el ejemplo de tantos “alucinados” y “desgraciados” que, atraídos por el afán de lucro, se fueron a las ciudades, en donde, además de ser presa fácil de la propaganda “socialista” y “bolchevique”, inevitablemente “se entregaron al juego, a la embriaguez, a la deshonestidad, al lujo en el vestir, a malas amistades, a la asistencia asidua a los espectáculos públicos y a mil desórdenes más”. El llamado final es una invitación a conservar “firmes la fe de vuestros abuelos y la paz bendita que el cielo os ha dado por herencia. Permaneced fieles a la Iglesia Católica y a sus ministros. Ese ha sido siempre vuestro distintivo, es decir, ser de los más cariñosos y constantes servidores de Cristo y de su esposa la Iglesia” [76] .
Todos estos factores que hemos visto nos permiten entender ahora con mayor claridad el postulado central del catolicismo integral: puesto que la religión es la base de la sociedad, el devenir histórico del país es interpretado en función del respeto al “orden divino”. Si la sociedad se acoge a los preceptos de ese orden y rechaza las “fuerzas del mal” (léase comunismo, inmoralidad, protestantismo, secularización, liberalismo, indiferencia religiosa, etcétera, etcétera), no debe temer por su salvación. Por eso, la solución, la única alternativa que tiene la sociedad está en la adopción de una vida “integralmente cristiana”, en la “recristianización de los individuos y de la sociedad, en la instrucción profundamente religiosa de la niñez y de la juventud; en la moralización cristiana del matrimonio y de la familia, de las costumbres privadas y de las instituciones públicas” (CEC, 1948, p. 481). La conclusión de la pastoral de 1953 viene acompañada de un subtítulo: “El cristianismo que debe existir para la restauración ha de ser un cristianismo integral”. Su contenido, a estas alturas, no requiere comentario alguno. “La ley moral establecida por Cristo es un todo indivisible”, por lo que resulta inaceptable que quienes dicen ser católicos no llevan una vida acorde con los principios del catolicismo. “Lo que el mundo necesita hoy, lo que Colombia necesita es ‘restaurar todas las cosas en Cristo’, según el lema del Beato Pío X; pero haciendo de la doctrina de Cristo una norma total, que abarque las actividades humanas en todos los campos y en todas las esferas; que comprenda la conducta de los individuos, de las familias y de la sociedad entera. Así, y sólo así, se logrará el anhelo del papa Pío XI: ‘La paz de Cristo en el reino de Cristo’” (CEC, 1953, pp. 510-511).
A mediados del siglo XX, la Iglesia católica colombiana seguía aferrándose a los postulados del catolicismo integral, pese a las presiones de ciertos sectores favorables a la laicidad y a los profundos cambios registrados en la sociedad. Nada parecía afectar su visión del mundo, lo que podría interpretarse como una señal indiscutible de la solidez del integrismo. Los acuerdos del Frente Nacional parecían reforzar esa imagen de una Iglesia triunfante. En efecto, el texto plebiscitario, aprobado abrumadoramente por los colombianos, significaba un retorno al confesionalismo: “Dios” volvía a aparecer como la “fuente suprema” de toda autoridad y la religión católica, “esencial elemento del orden social”, debía ser protegida por los poderes públicos. Además, el preámbulo proclamaba que una de las bases de la unidad nacional era “el reconocimiento hecho por los partidos políticos de que la Religión Católica, Apostólica, Romana, es de la Nación...”. La legitimidad de la Iglesia, al menos a nivel político, parecía ampliarse, pues su rival tradicional reconocía finalmente la utilidad social del clero y de la religión como garantes de la unidad nacional [77] .

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