Decía en este espacio la semana pasada, en la primera parte de este texto, que a pesar de nuestra visión con frecuencia pesimista de la ciudad, Barranquilla está llena de atributos buenos que merecen ser preservados. No podemos sacrificar todo en el altar del cambio y la transformación.
Existen valores, algunos intangibles como nuestro patrimonio cultural, pero otros que se pueden tasar y medir en términos de calidad de vida, que debemos reconocer y proteger para no alterar para siempre y para mal el alma de la ciudad. Barranquilla, por su puerto, por su ubicación frente al Caribe, por su apertura a inmigrantes de todas partes del mundo, es, más aún que otras ciudades, una comunidad que se forma de las influencias que nos llegan de todos lados, tanto las buenas como las malas. Nuestra gastronomía, por ejemplo, se enriqueció de las delicias árabes de nuestros ancestros; y hoy se empobrece con los productos de mala nutrición y peor sabor que nos importan las cadenas norteamericanas.
La ciudad no cuenta con plazas públicas que cumplan de verdad la función de ser sus ‘centros’, por los cuales pasen sus habitantes y crucen miradas a través de diferencias de estrato, pensamiento, vestido, e ideología. Esos espacios fueron usurpados —malignamente, me parece— por los centros comerciales. De la misma manera, tampoco estamos cuidando el centro, no geográfico, sino espiritual, de la ciudad. Por eso somos, de más de una manera, una ciudad sin centro. Una ciudad excéntrica.
Y por tanto, a pesar de sus ventajas y su belleza, una ciudad con un cierto complejo de inferioridad que la hace vulnerable a modas, charlatanes y “expertos” de acuñación local o extranjera. ¿De verdad necesitamos para sentirnos modernos y prósperos, por ejemplo, autopistas de ocho carriles atravesando la ciudad? ¿Una ciudad diseñada más para automóviles que para personas? Una parte de la comunidad, que siempre ha vivido con un pie en Miami y otro en Barranquilla, parece creer que la modernidad radica en parecernos a urbes que el tiempo va demostrando que cada vez son más agresivas para sus habitantes. Cambios de ese estilo, que se acomodan a lo que nuestro complejo de inferioridad nos indica que debe ser una ciudad, transformarían a Barranquilla en una urbe muy diferente y menos agradable que la que está atrayendo a tanta gente por estos días. No se trata de ir en contra del progreso, sino de conservar el estilo de ciudad que ha hecho de Barranquilla una solución de calidad de vida para muchas personas que la prefieren a la congestión, la contaminación y el ajetreo de nuestras demás capitales.
Somos un pueblo que estuvo en estado de coma por un número alarmante de décadas y que ahora se despierta en pleno siglo XXI, con una infraestructura en su senectud y enfrentada a un aluvión de cambios y desafíos que no dan espera. En la prisa por transformarnos corremos el riesgo de dejar olvidada el alma amable y agradable de esta ciudad. En los largos años de nuestro letargo, precisamente porque no se exigió mucho de ella, esa alma pudo dormir tranquila, sin riesgo de ser suplantada durante el sueño por otra que no nos pertenecía. Ahora que estamos —por fin— entrando en un nuevo siglo de apertura y de cambios, en un círculo virtuoso que nos parecía inalcanzable, es cuando más tenemos que defenderla y encontrar la fortaleza que nos permita encarar el vendaval de la modernidad y decirnos: “Estas son las cosas que queremos salvar; las que vamos a amarrar para que no se las lleve el viento”.
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Thierry Ways