Desde los inicios de la predicación evangélica hasta la época moderna, y por supuesto en ella, la historia de la Iglesia católica en Colombia ha estado fuertemente marcada por el signo de la contradicción y la discordia. Se diría que esto nada tiene de particular pues ello hace parte de la vocación cristiana. Sin embargo, una ojeada sobre los hechos más significativos de esa historia nos muestra no sólo la coloración tan particular de sus conflictos, sino que éstos y las tensiones han dominado sobre su acción evangelizadora, sin que pueda hablarse de una tregua larga o duradera de descanso.
Lo paradójico de esta situación es que las mayores dificultades y estorbos no han procedido de sus enemigos exteriores, ni de ataques contra la doctrina, pues durante más de tres siglos jamás tuvo que enfrentarse con otras formas de religión cristiana, ni tampoco fue controvertida su enseñanza, pues la Iglesia católica fue la única religión que tuvo una existencia reconocida en Colombia hasta 1856, año en que hizo su aparición la Iglesia presbiteriana, primera denominación protestante permanente establecida en el país, pero cuando ya el catolicismo ejercía una influencia dominante sobre la cultura y la sociedad en todos los campos y podía decirse abiertamente que la población en su inmensa mayoría era católica. Resultaría muy extenso señalar las contradicciones y conflictos que afectaron o retardaron el fruto cosechado por la predicación evangélica en Colombia en el dilatado espacio de los tres siglos de la época colonial, y obviamente no me voy a referir a todos ellos en el reducido espacio de este artículo, menos aún a las consabidas tensiones de la Iglesia con el Estado, pues para quienes están acostumbrados a leer la historia de la Iglesia católica en tono apologético o edificante, los principales fallos en la evangelización se debieron a la injerencia del poder civil en los asuntos eclesiásticos.
Soy uno de aquellos pocos que no cree que pueda achacarse al Patronato español, al menos con las tintas con que suele hacerse, la causa de las contradicciones que sufrió la Iglesia católica colombiana en la época colonial, y tampoco creo que los grandes choques Iglesia-Estado que se produjeron en el siglo XIX tengan como única causa el anticlericalismo de los liberales o la irrupción de las logias masónicas, como viene afirmándose desde hace mucho tiempo. Creo más bien que los grandes conflictos históricos de la Iglesia católica en Colombia se han originado en el seno de la misma Iglesia y que de sus causas hay que responsabilizar en gran parte a sus propios ministros, llámense obispos, religiosos o sacerdotes, pues durante la época colonial la Corona española jamás coartó la libertad de la Iglesia en el proceso evangelizador, ni puso límites a sus iniciativas apostólicas, y cuando después los gobiernos liberales criollos del siglo XIX lo hicieron, fue porque encontraron buen pretexto en las actitudes generalmente politiqueras de los evangelizadores o en su conducta contradictoria. Voy a referirme solamente a las situaciones que comúnmente afloran en la documentación de primera mano, hoy ya muy conocida y divulgada, más no analizada con imparcialidad o sin prejuicios.
La negación de los signos de contradicción y de permanente conflicto interno en que se ha movido la historia de la Iglesia colombiana por culpa de sus propios evangelizadores, y la tendencia a tildar de "prejuicios anticlericales" a quienes los señalan, no sólo ha imposibilitado la comprensión de los enfrentamientos que se dieron entre la Iglesia y el Estado en la segunda mitad del siglo XIX, y las fisuras irremediables que allí tuvieron origen, sino que ha inducido a una lectura equivocada de los hechos y sus causas, y llevado a satanizar a personajes católicos, pero que tenían otra percepción de lo que había sido y lo que debía ser el papel de la Iglesia, particularmente el de sus ministros. A este propósito son sintomáticas las palabras con las que el presidente Tomás Cipriano de Mosquera delineó al papa Pío IX la actitud del clero neogranadino, cuando fue requerido por el pontífice sobre sus procederes contra la Iglesia y sus ministros en 1861: "…La prescindencia del poder público en negocios puramente espirituales no fue debidamente apreciada por una parte del episcopado granadino ni por el delegado apostólico, mezclándose uno y otro en cuestiones políticas, y queriendo identificar los asuntos religiosos con las cuestiones políticas que por desgracia tienen dividida esta nación. Los obispos de Pasto y Pamplona, con parte de su clero, se mezclaron en apoyo de un partido para servirse de la religión como instrumento eleccionario de los magistrados políticos. Un canónigo de Bogotá, el padre Sucre, se unió a un club eleccionario, y desoyendo a su prelado el arzobispo, hizo dirigir una circular a todos los curas del arzobispado para que se cambiase la candidatura del general Herrán por la de Julio Arboleda, que era el candidato que destruía la constitución federal. Muchos eclesiásticos se han complicado en la revolución, abusando de su ministerio pastoral, para excitar las masas a la rebelión contra los gobiernos constitucionales de los Estados; algunos de ellos han tomado las armas, y no falta el escándalo de haber muerto un cura combatiendo a la cabeza de una guerrilla […] Tenemos que lamentar generalmente en nuestra nación la falta de seminarios en donde se eduquen jóvenes para el sacerdocio; y la carrera eclesiástica ha venido a ser una profesión de lucro, dedicándose a ella hombres sin ciencia, y que han sido ordenados muchos individuos sin saber siquiera el latín; de modo que ejercen el ministerio sacerdotal sin entender la Sagrada Escritura ni las oraciones que dicen en la misa. Con mucho sentimiento tengo que decir a Vuestra Santidad que un número crecido de curas vive amancebado escandalosamente, por lo cual no pueden predicar la moral, y se observa que sus prédicas son contraídas a recomendar el pago de contribuciones eclesiásticas para emplear sus productos en sus familias y no en el culto…". Años más tarde, en el diálogo que sostuvo el mismo Mosquera en Londres con el arzobispo Manning, por encargo que a éste le hiciera Pío IX, el presidente se sostenía en el diagnóstico que había hecho al pontífice sobre los graves problemas que afectaban a la Iglesia de la Nueva Granada, y ante el arzobispo de Westminster volvía a culpar a los sacerdotes de que, "en vez de ser Ministros de Dios Nuestro Señor Jesucristo por vocación, han venido a ser una especie de empleados, y el sacerdocio se volvió una carrera política y los beneficios se daban por los méritos civiles y no por las virtudes apostólicas: en consecuencia, hombres que entraron al sacerdocio sin vocación, daban rienda a las pasiones de la carne y no han mantenido el celibato eclesiástico con uniones escandalosas y lo peor de todo repetidas y muchas veces incestuosas. En medio de este clero corrompido hay y ha habido un pequeño número de prelados y ministros dignos de respeto y que hacen honor a la Iglesia; pero por desgracia existen ya muy pocos de éstos, llenos de pena y aflicción por lo que sufre la Iglesia y la sana moral..."
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