Miles de rudos, irlandeses, polacos, lituanos y en fin, hombres y mujeres de diferentes nacionalidades se embarcaron en la aventura de hacer su propio descubrimiento de América, forzados por la mala calidad de vida que debían soportar en sus nativos lares, consecuencia como se ha dicho de la intolerancia política, persecución religiosa y quiebra económica.
El proceso migratorio a finales del XIX y comienzos del XX puede calificarse de uno de los desplazamientos o desarraigos masivos de mayor trascendencia en la historia de la humanidad.
Y, desde luego, las naciones recipiendarias de esos elementos en el transcurrir del tiempo vieron recompensada su generosidad al acogerlos, pues mucho de su progreso y avance cultural se debe a estos inmigrantes que a base de esfuerzo y trabajo engrandecieron su nueva patria. Estados Unidos de Norteamérica es un claro ejemplo de ello.
Las migraciones son benéficas, siempre y cuando correspondan a una contribución intelecto-genética positiva y las naciones que adoptaron a estos seres trasplantados de sus países de origen no se sintieron defraudados.
Al contrario, y Colombia no escapa a la evidencia de la utilidad material o intangible de los agradecidos inmigrantes, sus realizaciones están a la vista. Quienes no fueron pioneros en distintas actividades y creadores de riqueza a través de las finanzas, la industria y el comercio, dejaron profunda huella en la sociedad que los acogió, igual que el seno de sus primigenios connacionales.
La idea eran los artículos de plata y los miembros de la comunidad adquirían en sus almacenes los regalos de plata para matrimonios, Brit Mila circuncisión Bar Mitzva, ect. Adquirió numerosa clientela por la manera cordial y afable de su trato. A la vez, quienes iban a adquirir algún objeto de oro y plata lo trataban a el con familiaridad y cariño. Los clientes nuevos perdían rápidamente esa denominación, volviéndose “viejos” clientes, pues Don Enrique los cautivaba y atraía con su extraordinaria manera de ser.
Para medir el grado de aceptación natural que poseía el señor Szteimberg, recurramos a Simón Guberek quien en el II tomo de su obra “Yo vi crecer un País”, expresa “Un judío bajito, conservador y jovial, llamado Hershele Szteimberg a quien conocí en una de mis primeras visitas a Barranquilla, hace de esto una cuarentena de años, se me quedo grabado en la memoria desde aquellos albores y no se me despinta de ella.
Y es que su modo de ser era algo así como una fiesta. Supo granjearse la simpatía de todos, judíos y no judíos. La amargura no se hizo para el. Siempre andaba alegre como si se acabara de sacar la lotería. O como si le acabaran de proponer, muy honestamente, que “recibiera este precioso diamante de 23 kilates” (no mas). Y es curiosa la atracción que ejercía sobre los niños cuando lo veian, lo rodeaban, chispas de alegría saltaban de sus ajillos inocentes, y es que sabían que Hershele sentía ternura por los pequeñuelos.
Lo anterior, la visión de un correligionario que no residía en Barranquilla y cuyas observaciones sobre Don Enrique Szteimberg en su libro, refuerzan aun mas la opinión que de este miembro de la comunidad judía en Barranquilla tenían todos los que le conocieron.
Naturalmente, Don Enrique no solo tenia la mira puesta en lo material religioso, se convirtió en uno de los adalides de la asistencia a la sinagoga “Repaso” por así decirlo, activamente cada una de ellas, las ashkenasis que se organizaron en la ciudad, transmutándose en su eje central, desde la humilde e incipiente casa de D-s de la calle de las Vacas con la carrera San Roque-1931 donde oraba con los primeros inmigrantes que habían ingresado al país y por el mismo sitio: El muelle de Puerto Colombia donde los esperaba Alter Cybulkiewiez.
Integraban el “minyan” el señor Hirsh, Adolfo Haftel, Alter Cybulkiewiez, Bernardo Watemberg, Carlos Kalusini, Abraham Watnik, Israel Pancer, Jack Bejman, Jacobo Gontovnik, Herzko Felhendler, Samuel Grunfeld, Meyer Chil Lucowiecky, Aaron Meid, Enrique Minski, Moisés Naimark, Jose Arman, Joshua Gilinski, Koper Kovalski, Benjamín Schpilberg.
El proceso migratorio a finales del XIX y comienzos del XX puede calificarse de uno de los desplazamientos o desarraigos masivos de mayor trascendencia en la historia de la humanidad.
Y, desde luego, las naciones recipiendarias de esos elementos en el transcurrir del tiempo vieron recompensada su generosidad al acogerlos, pues mucho de su progreso y avance cultural se debe a estos inmigrantes que a base de esfuerzo y trabajo engrandecieron su nueva patria. Estados Unidos de Norteamérica es un claro ejemplo de ello.
Las migraciones son benéficas, siempre y cuando correspondan a una contribución intelecto-genética positiva y las naciones que adoptaron a estos seres trasplantados de sus países de origen no se sintieron defraudados.
Al contrario, y Colombia no escapa a la evidencia de la utilidad material o intangible de los agradecidos inmigrantes, sus realizaciones están a la vista. Quienes no fueron pioneros en distintas actividades y creadores de riqueza a través de las finanzas, la industria y el comercio, dejaron profunda huella en la sociedad que los acogió, igual que el seno de sus primigenios connacionales.
La idea eran los artículos de plata y los miembros de la comunidad adquirían en sus almacenes los regalos de plata para matrimonios, Brit Mila circuncisión Bar Mitzva, ect. Adquirió numerosa clientela por la manera cordial y afable de su trato. A la vez, quienes iban a adquirir algún objeto de oro y plata lo trataban a el con familiaridad y cariño. Los clientes nuevos perdían rápidamente esa denominación, volviéndose “viejos” clientes, pues Don Enrique los cautivaba y atraía con su extraordinaria manera de ser.
Para medir el grado de aceptación natural que poseía el señor Szteimberg, recurramos a Simón Guberek quien en el II tomo de su obra “Yo vi crecer un País”, expresa “Un judío bajito, conservador y jovial, llamado Hershele Szteimberg a quien conocí en una de mis primeras visitas a Barranquilla, hace de esto una cuarentena de años, se me quedo grabado en la memoria desde aquellos albores y no se me despinta de ella.
Y es que su modo de ser era algo así como una fiesta. Supo granjearse la simpatía de todos, judíos y no judíos. La amargura no se hizo para el. Siempre andaba alegre como si se acabara de sacar la lotería. O como si le acabaran de proponer, muy honestamente, que “recibiera este precioso diamante de 23 kilates” (no mas). Y es curiosa la atracción que ejercía sobre los niños cuando lo veian, lo rodeaban, chispas de alegría saltaban de sus ajillos inocentes, y es que sabían que Hershele sentía ternura por los pequeñuelos.
Lo anterior, la visión de un correligionario que no residía en Barranquilla y cuyas observaciones sobre Don Enrique Szteimberg en su libro, refuerzan aun mas la opinión que de este miembro de la comunidad judía en Barranquilla tenían todos los que le conocieron.
Naturalmente, Don Enrique no solo tenia la mira puesta en lo material religioso, se convirtió en uno de los adalides de la asistencia a la sinagoga “Repaso” por así decirlo, activamente cada una de ellas, las ashkenasis que se organizaron en la ciudad, transmutándose en su eje central, desde la humilde e incipiente casa de D-s de la calle de las Vacas con la carrera San Roque-1931 donde oraba con los primeros inmigrantes que habían ingresado al país y por el mismo sitio: El muelle de Puerto Colombia donde los esperaba Alter Cybulkiewiez.
Integraban el “minyan” el señor Hirsh, Adolfo Haftel, Alter Cybulkiewiez, Bernardo Watemberg, Carlos Kalusini, Abraham Watnik, Israel Pancer, Jack Bejman, Jacobo Gontovnik, Herzko Felhendler, Samuel Grunfeld, Meyer Chil Lucowiecky, Aaron Meid, Enrique Minski, Moisés Naimark, Jose Arman, Joshua Gilinski, Koper Kovalski, Benjamín Schpilberg.
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