Para los que vivimos en el Medio Oriente los viernes eran días de relajación total. Calles solitarias comercio cerrado. Se sentía uno manejando en un primero de enero en Barranquilla. Pero de unos meses para acá, con ocasión de las revueltas en Túnez, Egipto, Libia, Bahréin, Siria, Yemen y poco a poco el resto de la región, los viernes se han convertido en días de tensión y ansiedad en los que los celulares y correos electrónicos no cesan de recibir mensajes con alertas de seguridad para los miembros de la comunidad internacional que residimos en esta parte del mundo.
Los oriundos del Caribe Colombiano crecimos permeados por la cultura árabe, la cual nos es natural y cotidiana. Pero si bien nos son familiares el tabule, las hojas de parra, la avidez mercantil, la sagacidad política y el corazón grande de los hijos y nietos de esos inmigrantes -mal llamados “turcos”- en realidad es poco lo que los legos en historia distinguimos entre la identidad Suni y la Chiita; la cohabitación del Islam y el Cristianismo de Oriente; y en general, sobre las contradicciones y aspiraciones de un pueblo cuyo protagonismo contemporáneo no lo dan sus aportes al conocimiento, sino un presente de conflicto e inestabilidad.
Si bien puede decirse que el inicio de sus tragedias comenzó con las invasiones mongolas del siglo XIII, a costa de las tradiciones milenarias de Asia Central y gran parte de lo que hoy es el Medio Oriente, en el último medio siglo ha sido la voracidad de Occidente por el petróleo el factor primordial de desestabilización.
Tradicionalmente el problema del Medio Oriente se simplifica presentándolo como países que se debaten entre la cultura Occidental y Oriental, y cuyo reto es ajustarse al presente sin renunciar a su esencia dual. Nada más distante de la realidad. Esta visión reduccionista del mundo árabe deja ver la ignorancia de Occidente que no se toma el trabajo de entender la realidad de unos pueblos que no se debaten entre dos mundos, sino que por el contrario, son un mundo en sí mismo, con pasado, creencias, visiones, imaginarios, sueños y aspiraciones propias, no necesariamente alineadas con la disyuntiva Occidente-Oriente. Son simplemente Árabes.
Cuando las potencias occidentales movilizan sus ejércitos y fondos de “ayuda humanitaria” para proveer armas automáticas y tanques de guerra a Egipto, Saudi Arabia o Bahréin, se expone el interés de promover los valores democráticos y el respeto a los derechos humanos. Una motivación políticamente correcta, pero que en poco se diferencia en su fondo y formas de las cruzadas de cristianización del siglo XI.
Quién pudiera no estar de acuerdo con que los derechos humanos han de ser respetados; y tal vez la mayoría coincidimos en que la democracia liberal puede ser la menos mala entre las formas de organización política. Pero, ¿qué evidencia histórica existe de que lo que ha funcionado en Occidente habrá de hacerlo en unas latitudes con cosmologías, valores y creencias tan diferentes como válidas? ¿Qué evidencia tenemos que para el contexto árabe existan ventajas intrínsecas en tener un parlamento sobre la Shura, o partidos políticos por encima de vínculos tribales milenarios?
En una región de élites tan diversas - monarcas reformistas, monarcas conservadores, presidentes autócratas, estados tribales, estados fallidos, estados petroleros- no se puede caer en el facilismo de uniformar las causas últimas de la crisis. Pero, si se tratara de encontrar un común denominador en las expresiones espontáneas de los manifestantes en Cairo, Benghazi, Damasco o Sanaa, lo que encontraremos es un clamor por la carencia de oportunidades.
La lectura de CNN, BBC y Aljazeera, por lo general enmarca las protestas con un criterio netamente occidental (si, inclusive Aljazeera) según el cual los pueblos se movilizan para demandar democracia. Pero, ¿acaso alguno de los que leen estas líneas ha visto, leído o escuchado al menos una nota periodística en la que los manifestantes reclamen división de poderes, descentralización o respeto por los derechos de las minorías? No, el clamor en las calles es por mayores oportunidades, empleos - mejores condiciones de vida.
Claro que hoy la democracia puede ser entendida como un sistema asociado con mejores niveles de vida y bienestar, pero hay suficiente evidencia histórica que demuestra que las conquistas de los derechos políticos generalmente ocurren con posterioridad a los logros en materia de bienestar físico y económico, no antes.
Se estima que un 60% de la población en los países del Medio Oriente está conformada por individuos de entre 15 y 45 años de edad; y de esta franja, cerca del 35 por ciento no tiene un empleo; a la vez que el 25 por ciento sobrevive en el subempleo. Cuando se es joven y medianamente educado, pero se carece de herramientas de movilidad social para hacer lo que hacen o vivir como viven, aquellos otros que se ven a diario en HBO, Fox Sports o en Cinemax, se fractura la dignidad, el amor propio, la autoestima. Y ya sabemos, que en estas tierras cuando no se encuentran las respuestas en el trabajo o en la escuela, se buscan en la mezquita.
Después de Mubarak, Al-Abidine, Assad, Saleh, y Gadafi, seguramente habrá elecciones, comisiones de la verdad, intervención humanitaria, misiones de observación y consultores internacionales. Luego, vendrán los titulares rimbombantes anunciando el triunfo de la democracia y los valores de Occidente. Eso ya lo vimos a comienzos de los 90 en Europa del Este y más recientemente en Afganistán. Ya sabemos lo que viene después.
Por Ramsés Vargas Lamadrid
Funcionario del PNUD en Iraq
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