El señor Jacobo Goldstein acudió puntualmente a la Cancillería a presentar su examen sobre Colombia.
El señor Jacobo Goldstein acudió puntualmente a la Cancillería a presentar su examen sobre Colombia.
- Puertos sobre el río Magdalena! -preguntó la funcionaria.
-Vea, señorita, yo entré por Barranquilla y me los recorrí todos cuando usted aún no había visto la primera luz del sol.
El hombre de las leyes!.
Ah, señorita, ese solo es uno: Moisés.
Al judío le costó cuarenta años de espera y las absurdas pruebas que le concedieran la esquiva ciudadanía colombiana. Había hecho todos los méritos para merecerla a lo largo de toda una vida y sólo la obtuvo a los 70 años. Una década después fallecería en esta, su nueva patria, a la que llegó en 1926.
Yo no puedo recitar todos los puertos del gran río, ni siquiera las quince estrofas del Himno Nacional, ni recuerdo a los futbolistas que le endosaron cinco goles a Argentina en La Bombonera. Tampoco he cumplido cuatro décadas en estas tierras, ni dejado hijos que las amen y defiendan. Tengo, eso sí, un buen padrino y las ganas de pertenecer a este grupo humano que no pasa por los mejores años de su ya atormentada historia.
Digo primero lo de padrino porque las ganas y los derechos que confiere la legislación, como demostró Don Jacobo, no bastan. Y porque, desgraciadamente, aquí y en Vladivostok, quien no tiene padrino no se bautiza.Llegué a este país en febrero de 1998, un martes, día poco recomendable para viajar. Nunca antes había estado en Colombia, pero había elegido este país por caótico, esa es la verdad, y pensaba que no me podía equivocar.
Me esperaba en el aeropuerto Guillermo de la Torre, un perfecto desconocido para mí, que luego sería uno de mis mejores amigos. En el trayecto al hotel me contó su vida y enseguida me sentí en casa. Yo había estado aquí antes; desde siempre. Eso sí, como buena española, impaciente, me costó acostumbrarme a la cortesía diaria, permanente, delquiubo-cómoamaneció-cómolefue-quémás-quécuenta-quéhaydenuevo, antes de ir al grano.
Como colaboradora de una agencia de noticias y luego corresponsal de El Mundo de Madrid, recorrí las carreteras polvorientas de Colombia en bus, taxi-colectivo, platones de camionetas, lanchas, canoas.
Descubrí la gente más acogedora, amable, educada y hospitalaria que pueda uno imaginar. Pero también las injusticias sociales, la corrupción, la violencia más atroz, la pasividad y el egoísmo de muchos, la cobardía de cientos de hombres, la valentía de miles de mujeres, la frivolidad e ineptitud de la clase dirigente, las ansias de paz y las ganas de salir adelante de millones de colombianos.
Mi pertenencia a País Libre y ser testigo directo de las salvajadas de la guerra y de las miserias producto de la corrupción me hicieron abandonar la neutralidad y la distancia que debe tener todo periodista extranjero.
Me lancé al ruedo y tomé partido de forma visceral por las instituciones democráticas, por muy deficientes que sean, y por los colombianos que rechazan tanto la violencia como robar al vecino y al Estado.
A mi amigo Pacho Santos le pedí hace dos años que me ayudara a conseguir la doble nacionalidad, un derecho que yo quería hacer valer y que, obvio, después del 7 de agosto pasado, se me facilitó, lo que evidentemente no le ocurrió a Don Jacobo.
Quiero ser colombiana, además de española, porque siento que pertenezco a este país. Nunca me consideré extranjera y siempre me ha dado rabia que me echen en cara esa condición. Si Dios y Mockus lo permiten, este mes conseguiré serlo. Ojalá que el Alcalde, que debe poner el último sello, no me examine sobre croactividad porque ahí sí me corcha.
Publicación
eltiempo.com
Sección
Editorial - opinión
Fecha de publicación
6 de julio de 2003
Autor
Salud Hernández-Mora
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