El 20 de agosto la Luna se hizo invisible. Como todos los años, esta fase era la señal que los musulmanes estaban esperando para empezar con la celebración más importante del Islam: el Ramadán o el ayuno. Hasta el 20 de septiembre no podrán probar alimento o bebida mientras el sol mantenga su trono en el firmamento.
A pesar del sacrificio diurno, varias familias palestinas que viven en Bogotá (cuya mayoría practica el Islam) aprovechan la época para reunirse y no dejar diluir su cultura en una tierra que no fue la que les prometió Abraham, pues aseguran que su verdadero hogar está en el Oriente Medio, en el suelo que hoy ocupan los israelíes. Los palestinos son los otros “desplazados” que Bogotá desconoce.
Los banquetes nocturnos, en compensación del ayuno, son horas de regocijo entre amigos y de regalos para los niños. Las delicias típicas no faltan: kebab (carne a la parrilla), falafel (croquetas de legumbres), dulces de dátil y almendra, pan sin levadura y pasta cremosa de ajonjolí. Una vez culminado el Ramadán, comenzará el Eid al-Fitr: tres días para intercambiar obsequios, perdonarse y estrenar ropa.
La calle de los palestinos
Ya antes habían sido desplazados. A finales del siglo XIX los otomanos empezaron a apropiarse de su territorio; al mismo tiempo, América era vista por el Viejo Continente como el paraíso incólume en donde había más oportunidades y menos opresión.
Entonces, los árabes de todas las partes del mundo emprendieron una larga travesía hacia lo que pensaban sería Estados Unidos, pero soplaron vientos del azar y los navíos desembocaron en Colombia. Por ello, la zona del país que más árabes concentra es la costa barranquillera. Por ser un puerto marítimo, propicio para el comercio, estos extranjeros se volvieron hábiles negociantes de ropa y telas.
Como muchos de sus coterráneos, Hassan Saleh Nofal llegó a Colombia en 1968 por la recomendación de un familiar en busca de oportunidades económicas o por lo menos una vida más tranquila. Ya habían pasado 20 años de la creación del Estado de Israel en lo que antes era Palestina. En todo ese tiempo, incluso hasta el día de hoy, la paz seguía siendo un espejismo.
Saleh empezó como vendedor puerta a puerta ofreciendo ropa a crédito. Luego le alcanzó el dinero para abrir el primer restaurante de comida árabe que tuvo la capital: Ramsés. Allí se reunían políticos, periodistas e intelectuales en busca de un nicho para sus tertulias. Hoy en día Saleh, junto con sus cuatro hijos, es el dueño de El Khalifa.
Sobre la situación en Oriente Medio, el hombre de 62 años aseguró: “Palestina es una caldera. Nadie está contento bajo una ocupación. No habrá paz en ese territorio hasta que haya una solución para los palestinos”.
Hassan Saleh tiene decenas de sobrinos en el centro de Bogotá, o al menos los ha adoptado como tal. Allí abundan las familias palestinas, cuya mayoría tiene almacenes de ropa, y en el que fue erigida una mezquita en la que musulmanes inmigrantes oran cada viernes a la 1:30 de la tarde.
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El salón sagrado, ubicado en la calle 9ª con carrera 11, funciona como un centro de oración y conocimiento del Islam. Allí las mujeres llegan con bluyines, aretes largos y el cabello suelto y ondulado. Antes de entrar a la charla se ponen una falda larga y un hijab (velo árabe). Una vez adentro, se ubican detrás de un muro donde ni siquiera pueden ver al líder que dirige la charla. Según los musulmanes, esta acomodación se hace con el fin de evitar malos pensamientos.
Esta cultura se rige por cinco principios básicos: creer en Mahoma (el primer profeta), leer el Corán, celebrar el Ramadán, ir a La Meca, en Arabia Saudita, y dar un porcentaje de los ingresos a los más necesitados. Otros componentes de su religión son la restricción de carne de cerdo y la oración cinco veces al día: antes de que amanezca, al mediodía, por la tarde, por la noche y antes de dormir.
Desde 1948, cuando la Organización de las Naciones Unidas creó una resolución para la partición de Palestina, los hijos de sus gentes nacen con una nacionalidad, unas costumbres y una religión, pero sin un país. Ahora su territorio es cualquiera donde puedan dormir tranquilos. Ahora mismo estarán elevando una plegaria a su dios Alá, como clama su sangre, y luego, unas horas después de que el sol desaparezca, caminarán por la Plaza de Bolívar, hablarán español, comerán ajiaco y se sentirán como en casa.
Laura Juliana Muñoz
Elespectador.com
Laura Juliana Muñoz
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